Corrupción de la función pública, ética cívica y democracia Corruption of public service, civic ethics and democracy

Miguel Ángel Polo Santillán 

https://doi.org/10.25965/trahs.2520

El artículo es una apuesta por la ética cívica. El fenómeno social de la corrupción de los funcionarios públicos es el aspecto más destacado de la corrupción del Estado, pero tiene una explicación más amplia que incluye la pérdida del sentido de dichas instituciones estatales. Por eso, la ética cívica se hace necesaria para repensar el rol de la función pública y la devolución de la vitalidad a la democracia. Desde una mirada integral, solo desde la mayor participación ciudadana se puede ir venciendo la corrupción política y obligando al Estado a ser más participativo y justo.

Notre article constitue un engagement en faveur de l'éthique civique. Le phénomène social de la corruption des agents publics est l'aspect le plus marquant de la corruption de l'État, mais son explication tient davantage de la perte de sens de ces institutions étatiques. C’est pourquoi l'éthique civique s’avère nécessaire pour repenser le rôle du service public et le retour d’une réelle démocratie.
Dans une perspective globale, seule une plus grande participation citoyenne pourra vaincre la corruption politique et forcer l’État à être plus participatif et plus juste.

O artigo é um compromisso com a ética cívica. O fenômeno social da corrupção de funcionários públicos é o aspecto mais proeminente da corrupção estatal, mas tem uma explicação mais ampla que inclui a perda de significado dessas instituições estatais. Por isso, a ética cívica é necessária para repensar o papel do serviço público e para o retorno da vitalidade à democracia. De uma perspectiva abrangente, somente com uma maior participação do cidadão pode-se superar a corrupção política e obrigar o Estado a ser mais participativo e justo.

The paper is a commitment to civic ethics. The social phenomenon of corruption of public officials is the most prominent aspect of state corruption, but it has a broader explanation that includes the loss of meaning of these state institutions. For this reason, civic ethics is necessary to rethink the role of public service and the return of vitality to democracy. From a comprehensive perspective, only from greater citizen participation can political corruption be overcome and forcing the State to be more participatory and fair.

Índice
Texto integral

Quien corrompe pone en peligro
la cultura, la ética y la integridad de su entorno social
”.
Saúl Peña (2003: 79)

Introducción

Note de bas de page 1 :

Petroperú (Petróleos del Perú) es la empresa estatal encargada de proveer hidrocarburos. Perupetro también es una empresa estatal, pero encargada principalmente de negociar contratos de hidrocarburos en el Perú.

Note de bas de page 2 :

En ese momento, Rómulo León Alegría era exministro aprista e integrante del partido de gobierno; Alberto Quimper Herrera era ejecutivo de Perúpetro. Esto ocurrió durante el segundo gobierno de Alan García Pérez (2006-2011). Este caso, conocido como el “escándalo de los Petroaudios” ocasionó la renuncia de los ministros el 2008. Puede verse la crónica en Instituto Democracia y Derechos Humanos (2012), Caso Petro-audios.

En octubre de 2008, se difundieron audios que revelaban las negociaciones entre altos funcionarios de Petroperú y Perúpetro1, a fin de lograr que la empresa noruega Discover Petroleum ganara una licitación para la exploración y explotación de petróleo; las conversaciones fueron efectuadas entre Rómulo León Alegría y Alberto Quimper Herrera2, quienes - se presume - buscaban favorecer a dicha empresa extranjera. La revelación de estos audios trajo como consecuencia la crisis del gabinete de ministros y su posterior renuncia.

El Diario El Comercio (2016) se refería a los hechos antes expuestos como judicializados penalmente, en los que, por diferentes aspectos procesales se habría favorecido a los presuntos autores de delito:

Delitos por tráfico de influencias, patrocinio ilegal y cohecho. León y Quimper estuvieron presos por tres años. El primero recuperó su libertad por exceder el plazo para que se emita sentencia y el segundo fue excluido. Para León se había pedido siete años y seis meses de prisión por los delitos de tráfico de influencias, como instigador de cohecho pasivo y como cómplice primario por delitos contra la administración pública (16-02-16).

En efecto, en los referidos casos nunca hubo sanción efectiva; unos debido a que los autores del delito eran inimputables por motivo de haber alcanzado una edad avanzada y otros porque la fiscalía demoró en presentar las denuncias. En ambos casos, los delitos habían sido prescritos.

Note de bas de page 3 :

La historia de la corrupción en el Perú, y su subsecuente impunidad, ha sido trazada por Quiroz (2017), quien ve largos periodos de corrupción y breves luchas anticorrupción. Por eso sentencia: “Los intereses corruptos siguen cabildeando en pos de la impunidad y reformas cosméticas que puedan ocultar las ganancias ilegales en unos cuantos escogidos” (p. 423). Cabe añadir que desde el año 2017, el Perú cuenta con la Ley 30650, que señala que los delitos de corrupción realizados por los funcionarios públicos son imprescriptibles.

En éste, como en otros casos3, la impunidad ha sido la otra cara de la corrupción política. Nos enfocaremos en la corrupción del funcionario público, quien es un sujeto clave para entender y prevenir este mal metido en el Estado. ¿Se trata de acciones de individuos que actúan al margen de la ley? ¿O acaso es que la propia actividad de la función pública ha dejado de tener sentido? ¿Y qué debemos tener en cuenta para darle un sentido ético? Presento unas reflexiones desde la ética cívica, es decir, desde la preocupación del ciudadano por pensar éticamente la actividad del funcionario público, teniendo en cuenta el contexto peruano.

1. Privilegios y ética de la función pública

Es especialmente preocupante que el ejercicio público se haya convertido en una oportunidad de obtener privilegios, sin tener la consciencia del daño moral y material que se produce a los ciudadanos. Con los cargos, obtenemos más privilegios que los demás, supuestamente para realizar mejor las funciones que corresponden. Pero, detrás de eso se esconde verdaderos privilegios que nos remontan a épocas coloniales. Los españoles y aristócratas de la colonia que ejercían funciones públicas tenían privilegios que no gozaban otros españoles, criollos y menos indígenas o afrodescendientes. Y dada su duración, estos privilegios los naturalizamos, sea en el acceso a cargos, remuneraciones de funcionarios, aguinaldos, bonificaciones, estatus frente a la sociedad, acciones particulares, entre otros.

En la capital del Perú es común ver cómo un congresista o ministros no solo tienen un automóvil a cuenta del Estado, sino que utilizan a policías de seguridad y de tránsito para abrirse paso con autos y motos entre cientos de vehículos. Como si el cargo les diera inmunidad para pasarse la luz roja, parar el tránsito en cualquier momento, utilizar a la fuerza pública para que puedan llegar a su destino. ¿Quién les ha dicho que este privilegio –ya vuelto tradicional– es inherente a su función? “Abran paso, soy más importante que ustedes”, “Ejerzo una función superior a la de los demás, por eso merezco que ustedes se hagan a un lado”, “Soy especial, ustedes no”, parecen decir esas actitudes. ¿Qué lógica es ésta? Hay un error en la concepción de la función pública. Y los privilegios no son solo de los congresistas o del presidente y sus ministros, sino de los gerentes, asesores y funcionarios cuyos cargos creen que les dan privilegios sobre los demás.

Todo privilegio es con dinero o recursos de los ciudadanos. Ningún funcionario público, en tanto servidor público, debiera tener privilegios frente a los ciudadanos en general, sea una madre trabajadora que vende emolientes en la mañana o a los vendedores de periódicos o a los otros ciudadanos que van a trabajar diariamente. Por principio, todos los ciudadanos tenemos el mismo valor como personas y por esa condición de persona tenemos dignidad, no por ser presidentes, congresistas, alcaldes, gerentes públicos o asesores de políticos.

La “función pública” es el ejercicio de administración o gestión de los asuntos públicos, es decir, que nos competen a todos. No se trata de administrar bienes privados sino bienes y servicios públicos, para el bienestar de la sociedad. Por eso, el Código de ética de la función pública del Perú (Ley N° 27815) afirma que la finalidad de la función pública es el “Servicio a la Nación”. Así, los “empleados públicos” son “servidores públicos”, expresión en desuso, cuya función es, repito, administrar y gestionar los bienes y los servicios públicos.

Pero, la organización del Estado moderno hace que la “sociedad” sea una abstracción, por lo que cuidar los bienes públicos también aparece como un asunto idealista. De ese modo, lo que está en juego también es cómo nos concebimos a nosotros mismos en relación con los demás. Por lo anterior, el Estado tiene una contradicción interior que debe resolver: por un lado, formalmente, sigue teniendo una función social; por otro lado, es afectado por concepciones individualistas (en política y economía) que convierten los asuntos públicos en negocios entre particulares.

Convertir al Estado como una forma de hacer negocio es una de las causas de la corrupción en su interior. Y junto a tecnócratas bien pagados, existe todo un personal no preparado, con baja calidad en la atención, sin cumplimiento de la ley, escaso control, lo cual les predispone a realizar actos de corrupción. Por eso señala Rodríguez-Arana:

Para ello, es necesario, parece lógico, disponer de un aparato administrativo profesional, bien preparado, con mentalidad abierta, capacidad de entendimiento y sensibilidad social. El Estado, para la tarea que se le encomienda debe contar con buenos servicios sociales a cuyo frente debe haber personas, insisto, con una fuerte vocación de servicio público (2011: 100).

¿Cómo dignificar la administración pública? Cualquier remedio tomará su tiempo, pues este desinterés no es reciente. La Carta Iberoamericana de la Función Pública, realizada en Bolivia (2003), planteaba - en su artículo 8 - los siguientes principios orientadores:

Son principios rectores de todo sistema de función pública, que deberán inspirar las políticas de gestión del empleo y los recursos humanos y quedar en todo caso salvaguardados en las prácticas concretas de personal, los de:
- Igualdad de todos los ciudadanos, sin discriminación de género, raza, religión, tendencia política u otras.
- Mérito, desempeño y capacidad como criterios orientadores del acceso, la carrera y las restantes políticas de recursos humanos.
- Eficacia, efectividad y eficiencia de la acción pública y de las políticas y procesos de gestión del empleo y las personas.
- Transparencia, objetividad e imparcialidad.
- Pleno sometimiento a la ley y al derecho (p. 9).

Solo insistiré en el primer principio: igualdad de todos los ciudadanos, pues justamente ignorarlo hace que busquemos privilegios antes que servicio. El Estado debe administrar bienes públicos que los ciudadanos requieren para vivir y convivir. Para eso necesitan de estos mediadores, los funcionarios públicos, para satisfacer esas carencias. Percibirse a sí mismo como servidor público podría ser un buen antídoto para limitar el deseo de aprovecharnos de los cargos públicos, especialmente cuando se tiene poder de decisión.

Por lo anterior, tanto ciudadanos como funcionarios públicos (en lo que se incluyen los políticos, tradicionalmente hablando) debiéramos quitarnos esa información subconsciente que heredamos, la de “nosotros tenemos este cargo, por lo tanto, somos más importantes que los demás y merezco un trato preferencial”. No es así. Todos tenemos el mismo valor como persona. Y las diferencias que podamos tener, deben ser en beneficio de los menos favorecidos natural o socialmente.

Dicho esto, la pregunta es: ¿cómo hacen los ciudadanos para que los funcionarios públicos no se aprovechen con privilegios indebidos? Las respuestas debieran ser internas y externas a la institución. Desde dentro, exigir que haya procedimientos para revisar sus normas y prácticas cada cierto tiempo. Adelantando la idea, la ética de la organización o del funcionario público no debieran ser implícitas, solo esperando que sea expresión de la formación universitaria, escolar o del hogar. Tampoco creer que solo sea normativa. La ética profesional, del funcionario público y de la organización es algo que hay que revisar y enriquecer con el diálogo.

2. Un sentido ético para la función pública

Una buena parte del problema de la corrupción en el campo de la función pública es la pérdida del sentido de dicha actividad. Obviamente, también influyen en su corrupción la subordinación a un poder político y a una institución corruptos, los pésimos salarios, el uso discrecional del poder burocrático, entre otras causas. La función pública no es un tipo de actividad entre otras, pues, insistimos, tiene que ver con el manejo de los bienes públicos y sus servicios están en función a esos bienes. En palabras de Malem:

Precisamente la deshonestidad de los funcionarios públicos es una cuestión seria e importante porque nada debilita tanto la cohesión social y la confianza de los ciudadanos como la corrupción política y administrativa (2014: 90).

Y si nos encontramos con una crisis del Estado, por su ineficiencia y corrupción especialmente, su reforma o transformación deberá pasar por recuperar el sentido ético de esta actividad.

Y esta preocupación no es nueva, sino recordemos a un clásico del pensamiento político griego. En la antigüedad, el filósofo Aristóteles pensó en tres condiciones para ejercer la función pública:

Tres condiciones deben tener los que van a desempeñar los cargos de más responsabilidad: primero: amor hacia el régimen establecido; luego, la mayor competencia en los asuntos de su cargo; y, en tercer lugar, virtud y justicia, en cada régimen la adecuada a ese régimen… (2000a: 222)

Veamos cada condición, que todavía tienen un valor para pensar la labor de los funcionarios públicos, obviamente teniendo en cuenta los diferentes contextos.

2.1. Amar el régimen.

Para nuestra realidad tendríamos que el funcionario público y el político deben amar la democracia, y esto no se logra colocando fotos del presidente de turno en las oficinas ministeriales ni en las comisarías. Si el funcionario público no cree ni quiere la democracia, entonces ¿qué sociedad está construyendo con sus acciones? Debieran ser conscientes que están trabajando, cualquiera sea el sector en el que están, para fortalecer un sistema político, el democrático.

Mejor aún el horizonte que da sentido a sus acciones cotidianas debiera ser el bien común y la democracia, que también se asume que es un bien para todos. Claro que siempre quedará la tarea de concretizar el tipo de democracia que debemos ir realizando, pues una democracia solo representativa tiene sus límites, dado que puede abrir las puertas a la corrupción.

Los representantes nacionales tradicionalmente obtienen cargos y luego se olvidan de sus representados, creen que el cargo es un premio, que viene con inmunidad y privilegios. Considero que debemos tender a una democracia deliberativa, pues hoy tenemos una mayor participación ciudadana en distintos aspectos, a la cual debieran darse mayores mecanismos de ejercicio democrático. Así, una sociedad injusta será aquella que no permita la participación en el espacio público de algún grupo o sector social. Por ejemplo, si se detienen a los dirigentes de una comunidad campesina, para resolver por ese medio el conflicto minero que sostiene con una empresa, entonces estamos siendo injustos, pues todos, en principio, tienen derecho a hablar y expresar sus intereses, reclamos o motivos de su acción.

Así, en nuestros días, ya no bastan las representaciones tradicionales (presidente y congresistas) para hablar de democracia, sino crear mecanismo y espacios de mayor participación ciudadana, pues las personas - además de vigilar a sus representantes - quieren ejercer su derecho a participar, sea haciendo propuestas, reclamando ante el Estado, revisando las leyes, protestando ante la injusticia, etc. Y si son discriminados a dicha participación, entonces no habremos salido de la república aristocrática que todavía somos.

2.2. Competencias para obrar

Además, dice el estagirita que debe estar preparado para ejercer dicha función, lo cual es un criterio razonable y evitaría que ingresen al Estado personas incapaces que retrasan las gestiones y el logro de sus fines.

Muchos conflictos sociales han pasado previamente por reclamos formales a los cuales los funcionarios públicos o son incompetentes o defienden intereses privados, generando luego violencia social. Y esas competencias no solo son administrativas o técnicas, sino también legales. Esa finalidad es la que tienen las escuelas de funcionarios públicos, que preparan no solo en la formación ética, sino también en el conocimiento de la gestión de los procesos como en el conocimiento de la estructura del Estado. Y como hoy los parámetros de la corrupción están dados por el derecho, inevitablemente el funcionario público debiera conocer las leyes que rigen su práctica profesional. Por eso, Montiel afirma:

El funcionario público requiere por lo tanto de un tipo de selección basado en la ‘meritocracia’, cuya legitimidad no radica en una representatividad obtenidos en las urnas sino en los concursos de ingreso y selección, así como del orden de mérito al finalizar los estudios (2005: 58)

Por eso aboga por la existencia de la Escuela Nacional de Gobierno, para superar la brecha entre el saber y la política o, lo que él denomina, la “precariedad del ejercicio político”.

En la actualidad, existe la Escuela Nacional de Administración Pública que define su misión así:

formar y capacitar en temas de administración y gestión pública a servidores públicos. La Escuela prioriza su accionar en el ámbito subnacional, es decir, en gobiernos regionales y locales en temas de ética y servicio al ciudadano (2020).

Siendo un gran avance en la formación de funcionarios públicos, todavía no deja sentir su impacto en el Estado, especialmente en la lucha contra la corrupción política.

2.3. Competencia ética

Y, finalmente, la cualidad ética, tener “virtud y justicia”, las cuales hacen referencia a un conjunto de cualidades éticas personales (virtudes), pero también sociales (ser justo). Más aún, el estagirita decía que la justicia era la “virtud perfecta”, pues no tiene que ver solo con ser una buena persona, sino serlo en relación con otros, en la interrelación, en el reconocimiento de su condición de humillación, marginación o vulnerabilidad.

Sin embargo, ¿cómo lograr esta competencia para los funcionarios públicos cuando el Estado y la sociedad descuidan la educación ética de los ciudadanos en general? Más aún, ¿sabemos cuáles son las virtudes necesarias que requieren los ciudadanos y funcionarios públicos dentro del sistema democrático? Y esto no es un tema menor, pues, si el ciudadano y el funcionario público desconocen cuáles son esas virtudes, entonces con sus acciones cotidianas van a estar negando el sistema en el que viven. Por ejemplo, el respeto, la tolerancia, el saber escuchar, la empatía, la amabilidad, la comprensión, etc., son virtudes necesarias para la actividad pública, pero ¿cómo se practica?

¿Las escuelas de formación de funcionarios públicos también debieran educar en virtudes? ¿O es un asunto que cada uno debe trabajar en su vida personal? Claro, es menos “invasivo” enseñar a partir de teorías éticas, de principios y deberes, hasta poner casos para la reflexión, pero ¿acaso la mera reflexión racional promueve virtudes? Recordemos que ellas también involucran pasiones, emociones, sentimientos, aspectos que la mera racionalidad no logra formar.

Hemos dicho que Aristóteles llamaba a la justicia la “virtud perfecta” (2000b: 241), pues con su práctica se resume todas las virtudes éticas. Además, porque su práctica requiere de otro. Entonces, ¿qué significa ser justo en nuestro contexto de sociedades democráticas? No me refiero a la denominada justicia legal o a la justicia procedimental, sino a la justicia como virtud, como modo de ser de una persona. ¿Cómo practicar la justicia como ciudadano y funcionario público?

Por lo menos sabemos que el justo es imparcial, es decir, no busca favorecer ni a familiares ni a amigos ni a terceros, sino hacer cumplir la ley y los procedimientos, de modo equitativo. Sin embargo, cuando el poder político solo asume el carácter instrumental de la administración pública, olvidando su valor en la consolidación de la democracia y la justicia, entonces deja de contar su profesionalismo y su sentido ético. Por eso, señala Quiroz: “Por razones históricas, resulta difícil encontrar en el Perú empleados públicos profesionales, eficientes y honrados” (2017: 421).

Así, pensar en la competencia ética de los funcionarios públicos, sin afectar a las organizaciones estatales, es una tarea meramente moralista, un inútil gasto de recursos. Dicho en otros términos, sin la transformación ética de las organizaciones públicas (en estructura, gestión y procedimientos) no podremos tener funcionarios con cualidades éticas, por más que hayan llevado algún curso de ética.

Las indicaciones de este clásico de la filosofía todavía tienen una potencia normativa, a la hora de pensar éticamente el rol de los funcionarios públicos. Pero, su materialización depende de diferentes medios, internos y externos al Estado, como la transparencia de sus actividades al ojo público, sin perder de vista la finalidad, que es el bien común a través del servicio a la ciudadanía. Al respecto, señala J. Rodríguez Arana (citado por Jesús González):

Es la hora de que el agente público recupere el espíritu de servicio, que unos más que otros, llevan dentro. Es necesario convencernos que una de las claves de la vida de los seres humanos está en el acto de servir al prójimo y no de servirse de él (2014: 149).

Por eso, la apuesta por una ética cívica sigue siendo tarea pendiente en la sociedad peruana, entendida como el ejercicio de la palabra y la acción en busca del bien común. Y esto no solo para los funcionarios públicos, sino también para toda la ciudadanía. Como dice Alberto Simons: “La búsqueda del bien común no solo pertenece al Estado, sino también a todas las instituciones y personas” (2017: 86). En ese sentido, las cualidades éticas del funcionario público debieran ser expresión genuina de la práctica de las cualidades éticas de los ciudadanos.

¿Por qué no soñar en una sociedad donde todos sus sectores hablen de ética, la pongan en el debate público, revisando sus prácticas y creencias, acciones y normas, para darnos cuenta si estamos haciendo el bien y lo correcto y si nos estamos dirigiendo a algún lugar? Probablemente, esto despertaría una mayor consciencia pública que haría pensar dos veces al corrupto antes de afectar los bienes públicos.

3. Ética cívica para una sociedad democrática

Ahondemos más sobre el marco en el que pensar la función pública: la ética cívica en el contexto de democracia. ¿Es la ética cívica un aspecto más, entre otros, de la cultura de un pueblo? ¿Puede la democracia desentenderse de este aspecto ético para poder organizar sus instituciones y actividades? ¿Tiene relación la corrupción política con el nivel de la ética cívica? ¿Cuál es la responsabilidad de las instituciones en esta crisis ética que atravesamos?

Vivimos dentro de un horizonte de creencias, normas y valores, los cuales nos dan cierta identidad moral y orientación en lo que debemos hacer, sea en términos personales o comunitarios. Ese horizonte es lo que llamamos cultura ética, que compartimos con otras personas. La vida humana no se desenvuelve entre simples palabras y relaciones interpersonales, sino que a través de ellas se recrea el mundo cultural y moral, lo que da sentido a nuestra existencia. La cultura ética no es una empresa solitaria sino colectiva, pues a través del encuentro interpersonal e intersubjetivo vamos transmitiendo y siendo influencias con ideas y criterios para hacer distinciones cualitativas.

Entonces, la cultura ética tiene dos componentes imprescindibles: el horizonte de sentido (compuesto de creencias, normas y valores) y una comunidad; al no tener en cuenta el primero, la comunidad va perdiendo su sentido y desintegrándose. Por eso, los dos grandes peligros de la comunidad moral son la ignorancia y el individualismo. La ignorancia, porque es olvido del horizonte; por lo que los sujetos marcados por la ignorancia andarán sin criterios para vivir bien. Es como unos navegantes que no saben guiarse por una brújula, ni entienden el sentido de los vientos ni de las olas, ni la función de las velas ni del timón, así ¿cómo irá esa nave? Simplemente al desvío y a la destrucción. Por eso requerimos más y mejor educación, tanto formal (colegios, universidades) como no-formal (periódicos, radios, televisoras, etc.), en la cual todos tenemos responsabilidades, tanto las autoridades políticas como la sociedad civil.

Además, hemos dicho, el individualismo es un riesgo para la cultura, porque significa desconocer que la vida es una tarea colectiva (sea familiar, amical, comunal y social). Eso no significa de ningún modo dejar de reconocer el derecho a la libertad, pero la libertad personal no pasa por desconocer a los demás, sino de integrarlos en nuestros proyectos personales. Más aún, el proyecto personal requiere de participar en el proyecto colectivo. Por eso, la mejor libertad es la que nos permite participar en un proyecto común.

Para eso, debemos reconocer la existencia de diferentes comunidades morales dentro de una sociedad, por lo que se hace necesario generar espacios deliberativos. Ese es el sentido de la ética cívica, generar esos espacios y valores compartidos, pues su objetivo es la convivencia justa en la sociedad. Y ese paso, todavía está pendiente en la sociedad peruana, marcada por las desigualdades, discriminaciones e inequidades.

En ese contexto, la ética cívica como momento reflexivo, crítico y dialógico de las creencias, las normas y los valores, debe procurar resultados que permitan marcos de justicia, sea en el trato entre ciudadanos, entre el estado y los ciudadanos, en diferentes aspectos relevantes a la convivencia. Hemos señalado que toda cultura hace distinciones cualitativas, dice lo que está bien y lo que está mal, lo que es justo e injusto, lo que conviene y no conviene. Y ese conjunto de distinciones cualitativas y morales es lo que subyace en toda creencia, norma y valor, que nos permiten relacionarnos de un modo y no de otro. Y la ética cívica da un paso más, al generar ese encuentro ético en un contexto de diferencias de visiones sobre la vida buena. Sin ese paso, solo habrá la imposición de un sector, por lo general privilegiado, sobre los demás. Un sector que implícita o explícitamente, impone sus visiones sobre país, economía, política y relaciones sociales, es decir, su moral.

¿Puede una nación desentenderse de la ética cívica para poder organizar sus actividades e instituciones? ¿Tiene relación la corrupción política con el poco interés en una ética cívica? Como se puede deducir de lo dicho anteriormente, la respuesta es que no lo puede hacer, pues solo puede seguir generando injusticias y corrupción. Por eso, el ideal de una democracia participativa y deliberativa se hace imprescindible para reducir las injusticias y la corrupción política.

La participación en la vida nacional es una manera de revitalizar las democracias actuales, especialmente cuando su modo representativo está en crisis. Una de esas consecuencias visibles es la desvalorización de la política, pues su sentido estrecho ha servido para abrir espacios a los males nacionales. Un concepto normativo es el siguiente: la política es una actividad cooperativa, socialmente establecida, cuyo sentido está en buscar, promover y realizar el bien común. Y es el bien común una idea orientadora central de toda cultura. Además, esa actividad política requiere tanto de instituciones como de cualidades personales para el logro de tal finalidad. Desde este concepto, nos alejamos de aquel que sostiene que la política es la administración o ejercicio del poder estatal y que solamente tiene como función la preocupación por los derechos individuales.

Así, la política no es un ejercicio personal sino colectivo, lo cual no solo abarca la pertenencia un partido, sino que el ejercicio mismo involucra a otros, como a los ciudadanos. Y desde el ideal de bien común, el político no solo representa los intereses de su partido o de grupo de electores, sino a toda la sociedad. Si el político pierde de perspectiva la idea orientadora del bien común, entonces solo representará los intereses de su grupo, de aquellos que le ofrecen mejores favores, para sí mismo, su familia o su grupo de interés.

Pero no se trata de activismo, sino de actuar con otros, orientados por el bien de la comunidad política, por más compleja que sea ésta en nuestro tiempo. Por eso, se critica a los que hacen leyes con nombres propios, para satisfacer intereses personales y no el bienestar social. Esto no se puede lograr sin dos condiciones, una externa y otra interna. La condición externa es la formación de instituciones que permitan alcanzar esa finalidad, sea ministerios, congreso, sociedad civil organizada, etc., tanto como en su estructura como en sus funciones. Además, la actividad política requiere también de condiciones internas, de cualidades de los agentes que participan en la actividad política, las cuales son indispensables para lograr la finalidad de esa actividad. Eso es lo que tradicionalmente se llamaba virtud. Esto va contra la tendencia de considerar al político como un simple administrador o un técnico que trabaja en aspectos procedimentales, legales, normativos, no importando las cualidades éticas personales.

Volviendo a las instituciones, tenemos que señalar que el Estado es, en gran parte, ese nombre colectivo para las distintas organizaciones públicas orientadas por el bien común. Y las organizaciones civiles, en tanto están orientadas al bien común también forman parte del juego político. Es la irrupción del ciudadano que se niega a dejar todo a manos del Estado, especialmente porque en su historia ha estado parcializado a los poderes económicos y militares, el que sigue siendo el actor político de nuestro tiempo. Ese contrapeso incómodo al Estado es la sociedad civil organizada.

Por lo anterior, es limitada la visión de democracia como una forma como de acceder al estado y gobernarlo. Por lo que no es solo un procedimiento sin sustancia ética, sino una cultura cuyos valores debieran ser la vida digna, la igualdad de las personas y la libertad responsable. Dicha sustancia se sostiene en la virtud política de la participación, el diálogo, la tolerancia, la deliberación y la paridad participativa.

La política y sus actores, del Estado o la sociedad civil, al estar orientados por el bien común, son un soporte de la cultura democrática. Al actuar de manera irresponsable, inmoral e injustamente, están influyendo negativamente en dicha cultura. Por lo que los malos hábitos y las acciones del gobernante tienen impacto en distintos niveles de la sociedad. Por eso requerimos que sus acciones tengan valor ético, para que se puedan replicar en las distintas instancias públicas y así ir contra las tendencias corruptas y corruptibles existentes en el Estado y la sociedad.

A modo de conclusión: el tiempo de la ética cívica

Cada vez más se extiende la importancia de la ética cívica, no solo a través de cursos escolares o universitarios, sino a través de las exigencias civiles por tener un Estado y una sociedad justos. Y ese modo, abrir espacios donde los ciudadanos podamos exigir, supervisar, vigilar e intervenir en lo que atañe a los bienes comunes, aquellos que son de todos nosotros y en los que nos debemos sentir involucrados. Después de todo, la responsabilidad del ciudadano, desde la ética cívica, no se centra en dar cuentas de sus propias acciones, sino en dar respuesta por aquellos en lo que nos pertenece a todos, que son bienes comunes. Así, ir rompiendo una sociedad de privilegios -por raza, dinero. estatus social, todo lo cual ha estado relacionado- e ir participando en nuestros propios destinos. No hay mejor democracia que una donde los ciudadanos podamos participar en las diferentes esferas en las que están en juego nuestra existencia como comunidad política.

Ése es el sentido, es la exigencia de participación de los ciudadanos en los juicios anticorrupción, asunto que se viene discutiendo en los últimos años (Medina y Greaves, 2020). La razón es sencilla, pues si la corrupción daña los derechos humanos y los bienes públicos, ¿quién es la víctima? ¿solo el Estado? Al parecer esa respuesta es insuficiente. La víctima somos los ciudadanos, por lo que debieran estar representados en dichos juicios. Así, pasar de ser meros espectadores de dichos procesos a ser actores (Greaves y Medina, 2020), pues sabemos que dichos actos afectan el bienestar y el futuro de todos.

Esto nos indica que todavía hay espacios donde los ciudadanos pueden intervenir para vigilar a los funcionarios públicos, pero también para ir aportando para generar un mejor país, en términos de justicia. Y no puede hacerlo solo desde sus perspectivas ideológicas, sino desde una ética cívica que convoca al encuentro en esos espacios comunes, a pesar de las diferencias. En este proyecto-país o hacemos que la dignidad sea una realidad o solo servirá para encubrir las injusticias sociales.