Prólogo Prologue

Marco Feoli V. 

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Hablar de tortura o malos tratos, crueles y degradantes en el siglo XXI a pesar de la evolución del concepto de derechos humanos continúa siendo una obligación jurídica y una necesidad ética. Lo primero, afortunadamente, es el resultado de un largo proceso de consolidación normativa que intenta proteger a las personas del poder y del abuso. Aunque poco se diga, y aunque su origen puede rastrearse en diferentes fuentes y tradiciones, incluso milenarias, lo cierto es que el momento más determinante - pero insuficiente -, respecto a la transformación del concepto de derechos humanos se dio en la década de 1940. Frente a los resultados de la II Guerra Mundial hubo dos preguntas claves ¿cómo pudo pasar todo lo que pasó? y ¿cómo podrían prevenirse hechos similares de tal forma que, de cara al futuro, se garantizaran los derechos fundamentales? (Pérez Royo, 1988: 31).

Como escribe Tate (1995), luego de II Guerra Mundial se sucedieron una serie de acontecimientos inspirados en una idea común: los derechos humanos dejaban de ser una simple aspiración, parte del debate académico y la filosofía o la teoría política, para convertirse en elementos esenciales y de los cuales, frente a la ciudadanía, el Estado era tributario. Así, la consolidación de Estados de bienestar, el replanteamiento de teorías del derecho natural y de la existencia de principios superiores informadores de los ordenamientos jurídicos, luego de casi dos siglos de prevalencia del pensamiento positivista más duro, el desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos, la aprobación de numerosos tratados internacionales en esta materia y la presión que diferentes organizaciones de derechos humanos han ejercido por su tutela y protección nos situaron en nuevas coordenadas jurídico-políticas.

En ese marco histórico, la comunidad internacional fue incorporando, una vez creada la Organización de Naciones Unidas, en 1945, convenciones e instrumentos cuyo propósito era asegurar, en general, la tutela de los derechos humanos a través de normas como la Declaración Universal y las convenciones regionales - americana, europea o africana - o, en particular, proteger especialmente a ciertos grupos en condición de vulnerabilidad - como mujeres, niños, personas privadas de libertad, etc.- mediante figuras como la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (1979), la Convención sobre los derechos del Niño (1989), la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (1984) o su Protocolo Facultativo (2002).

A la par, fueron creándose tribunales internos y supranacionales que otorgaran garantía judicial - esto es, exigibilidad jurídica - a los derechos humanos. Un buen ejemplo puede encontrarse en el nacimiento de los tribunales constitucionales si bien creados en 1920, como una institución limitada a la verificación de que los contenidos de organización constitucional se respetaran, fueron reformulados, después de la gran conflagración, como actores insustituibles cuya función esencial es proteger a las personas frente a violaciones a sus derechos fundamentales, aquellos que se encuentran resguardados en las cartas políticas o en los tratados internacionales.

A propósito, Nogueira (2003), establece cuatro grandes olas de tribunales constitucionales. La primera se da en el período entre las dos guerras mundiales, cuando ven la luz los tribunales de Checoslovaquia – 1920 -, Austria -1920 -, Liechtenstein -1921, que tiene además la particularidad de ser el único tribunal que se ha mantenido vigente permanentemente, lo que lo convierte en el más antiguo de Europa dado que en el caso de Austria y Checoslovaquia su funcionamiento fue irregular en atención a distintos acontecimientos ocurridos durante la primera mitad del siglo XX- y España -1931-. La segunda ola surge con el término de la II Guerra Mundial y finaliza en la década del sesenta. Se reinstaura el Tribunal Constitucional de Austria -1945 - y se crean otros como los tribunales constitucionales de Italia -1948 - y de Alemania Federal-1949 -, de Francia -1959-, de Turquía -1961- y de la antigua Yugoslavia -1963-. La tercera ola, de acuerdo a este, se da en las décadas de los setenta y principios de los ochentas del siglo pasado, en que se crean los tribunales constitucionales de Portugal -1976 -, España -1978 -, Bélgica -1983- y Polonia -1985.

Serían parte de esta tercera ola en América Latina los tribunales constitucionales de Guatemala -1965, 1985-, Chile -1971, 1981- y de Perú -1979,1993-. La cuarta ola coincide con la caída del muro de Berlín en 1989 y se desarrolla hasta la década de los noventa en los países de Europa Central y Oriental, también en algunos países de América Latina. Señala Nogueira como ejemplos de la cuarta ola a: Albania, Bulgaria, Croacia, Eslovenia, Hungría, Lituania, Macedonia, Moldavia, Rusia, Rumania y Costa Rica -1989- Colombia -1991 - y Bolivia -1994. Si bien la división puede cuestionarse, en particular porque responde a acontecimientos vinculados a la realidad de Europa, es útil en el sentido de que refleja la expansión de los modelos de justicia constitucional, en distintas partes del mundo, desde su aparición a principios de la centuria pasada.

Sin embargo, dejar en los estados exclusivamente la protección de los derechos parecía insuficiente. Por ello, se fortaleció un sistema universal y sistema regionales con órganos jurisdiccionales, también como mecanismo que garantizara mediante un trámite judicial los derechos que se empezaban a tener protección jurídica del máximo nivel. Así, entre 1945 y 1980, en apenas poco menos de medio siglo, es posible situar el nacimiento de la ONU, del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de los tratados en derechos humanos más señalados, de los Comités de Expertos de los órganos de tratados de la ONU, etc.

El extraordinario fortalecimiento de un entramado de instituciones, normas e instancias buscaban, en definitiva, impedir que frente al ejercicio del poder punitivo se perpetraran abusos, excesos y arbitrariedades que pusieran en peligro la integridad física y la vida humana. Se buscó crear los mecanismos que previnieran, pero también actuaran con prontitud y eficacia para sancionar las conductas que desplieguen los funcionarios del Estado.

La Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, adoptada por su Asamblea General en su resolución 39/46, de 10 de diciembre de 1984, define la tortura en los siguientes términos:

(…) se entenderá por el término ‘tortura’ todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia.

La tortura se encuentra prohibida tanto por el derecho internacional de los derechos humanos como por la mayoría de constituciones y legislaciones de inferior rango en el mundo. Hay un consenso incuestionable en relación a que cualquier acto dirigido a causar, sea dolor físico o mental, es incompatible con la dignidad humana y con una sociedad civilizada del siglo XXI.

De acuerdo al desarrollo jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la tortura es un acto que se define como tal en tanto se produzca un menoscabo en el cual concurran varias características: i) ser intencional; ii) causar severos sufrimientos físicos o mentales, y iii) ser cometido por cualquier fin o propósito. Así, en el Caso Fleury Vs. Haití, del año 2011, se insistió en que un quebranto al derecho humano a la integridad física y psíquica de las personas el cual

abarca desde la tortura hasta otro tipo de vejámenes o tratos crueles, inhumanos o degradantes, cuyas secuelas físicas y psíquicas varían de intensidad según factores endógenos y exógenos de la persona que deberán ser analizados en cada situación concreta (párr. 73).

La nota esencial es que los tribunales, ante la generalidad del concepto derivado de la Convención, entienden que cada caso deber ser analizado en concreto, a efecto de determinar una posible vulneración.

De otro lado, la jurisprudencia del sistema europeo de derechos humanos ha establecido, en mi opinión con mayor rigor técnico, una distinción entre el concepto de tortura con otras nociones, también descritas en la Convención, como trato inhumano y trato degradante la cual dependerá de la gravedad del sufrimiento. Así puede decirse que la tortura está situada en el nivel superior y luego pueden definirse, una vez más, en función al caso específico que se examina, los tratos inhumanos y los tratos degradantes:

Un trato degradante consistiría, según la Comisión Europea de Derechos Humanos (CEDH), en un comportamiento que «humilla gravemente al individuo delante de otros o que lo hace actuar en contra de su voluntad o de su conciencia» o «degrada a la persona sujeto de él en los ojos de otros o en sus propios ojos». Penas o tratos inhumanos constituyen el nivel de intensidad superior. Provocan «voluntariamente graves sufrimientos físicos o mentales». El TEDH, en sentencias como la de Irlanda Vs. Reino Unido (1978) han distinguido los actos crueles, inhumanos y degradantes (en este caso los sufridos por presuntos terroristas del IRA) de la tortura por la menor gravedad e intensidad de los primeros. Su jurisprudencia lleva años diferenciando entre tortura, y trato inhumano o degradante y esta diferencia sí viene habitualmente determinada por la «especial ignominia del maltrato» (García Cívico, 2017: 21).

Otro extremo de la máxima importancia, es el del examen respecto a la magnitud del daño causado a la víctima. Por ejemplo, en el Caso Rosendo Cantú y otra Vs. México se dijo que la severidad del sufrimiento, la intencionalidad y la finalidad del acto son cuestiones que obligan a los jueces a realizar una ponderación con el objetivo de determinar si un hecho podría ser catalogado como tortura o como un trato inhumano o degradante.

Como adelantaba, el surgimiento de un orden normativo responde a las lecciones heredadas del pasado y a la certeza de que en regímenes democráticos el uso de la fuerza para deteriorar la vida, la integridad y la libertad de las personas es inaceptable. Sin embargo, lo cierto es que, más allá de ese robusto ordenamiento jurídico, muchas veces nos estrellamos contra una tozuda realidad que pone en cuestión su eficacia.

A propósito del título de este volumen, debemos ser críticos ante una serie de circunstancias que advierten acerca de las limitaciones que puede haber de cara a todos aquellos instrumentos diseñados para proteger de los autoritarismos y la violencia institucional.

En la segunda mitad del siglo XX, decenas de países lograron diseñar regímenes democráticos con la convicción, en buena medida gracias a la presión internacional, de que de ese modo se podrían tutelar los derechos humanos lejos de la arbitrariedad Sólo para centrarnos en el caso latinoamericano, en 1987, por ejemplo, Centroamérica firmó el Acuerdo de Esquipulas que, siguiendo a Ordóñez y Gamboa (1997: 6), supuso el primer gran acuerdo de los países para lograr unos mínimos basados en principios democráticos, de pluralismo ideológico y de respeto por los derechos humanos. Este pacto refleja, antes que nada, la gravísima situación que se vivía entonces y en la que, como en el resto de la región, el fortalecimiento del régimen democrático partía de las aspiraciones de reforma más urgentes, acariciadas por países como Guatemala, Nicaragua o El Salvador.

A modo orientativo, merece la pena, para poner en perspectiva el estado de las cosas, recordar que en Guatemala hubo un enfrentamiento entre guerrillas desde 1960 el cual persistió, incluso, con la transición de 1986 hacia gobiernos democráticos. Los conflictos bélicos en este país se explican, además, en la concentración económica y política del poder en manos de grupos que gozaron siempre del respaldo militar en una sociedad en la que su población es mayoritariamente indígena (Fagen, 1988).

El Salvador, por su parte, sufrió una cruenta guerra civil cuyo origen se sitúa en las profundas desigualdades. Mientras una pequeña élite disponía de los recursos, el grueso de la población estuvo relegada a una existencia marginal. Por décadas, los militares instauraron una campaña de terror y exterminio que condujo, como pasó en Guatemala, a la desaparición de miles de personas. A finales de los años 80, El Salvador estaba en ruinas y, de acuerdo a los organismos internacionales, se requerían no menos de 200 millones de dólares para reconstruir su infraestructura (Aguilera, 2007).

El caso nicaragüense no fue menos dramático. En 1979, después de casi cincuenta años de dictadura del régimen de los Somoza, inició un movimiento insurreccional. Las fuerzas opositoras estuvieron dirigidas por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), grupo guerrillero formado en los años 60s. Se calcula que entre 1980 y 1987 el número de fallecidos fue de 75.000 en Guatemala; 60.000 en El Salvador y 45.000 en Nicaragua (Fernández, 1989 e INCEP, 1986).

El tránsito, a partir de aquel momento, hacia democracias liberales y electorales avizoraba enormes esperanzas. Surgía, por primera vez en décadas, la posibilidad de que, finalmente, países azotados por la guerra, los autoritarismos, las desapariciones y la tortura se convirtieran en Estados de Derechos fuertes en los que el imperio de la ley, junto a procesos electorales competitivos y transparentes, garantizaran no sólo el respeto más básico por los derechos humanos sino también el acceso a condiciones de vida digna.

En los últimos años, sin embargo, la información disponible nos coloca en una situación francamente más compleja y hasta calamitosa. Hoy, en la formalidad, la inmensa mayoría de sociedades latinoamericanas siguen organizadas a través de presuntas democracias liberales, pero el debilitamiento del Rule of Law es evidente y los riesgos de torturas y malos tratos, en algunos casos de manera estructural y sistémica, nos recuerdan los momentos más agrios y destemplados de la violencia institucional de los años 60s, 70s y 80s del siglo XX.

En Guatemala, para poner por un ejemplo, en términos generales, se experimenta desde hace varios años un “proceso de crisis permanente” (Martí Puig, 2023:133) y de deterioro de sus instituciones. Se dice que la debilidad institucional se agravó con la expulsión, en 2019, de la Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIG), una instancia de la ONU que por varios años acompañó al Estado en el procesamiento de sumarios relacionados con corrupción y otras formas de crimen organizado y violación de derechos humanos.

El informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), hecho público en enero de 2023, recogió una larga lista de preocupaciones que confirman la frágil situación de Guatemala en ámbitos vinculados directa o indirectamente al sistema de justicia y que son reflejo de un país cuyo índice de desarrollo humano ha disminuido seis puntos desde 2015 y el coeficiente de Gini es 48,3 (ACNUDH, 2023: 6).

Al finalizar el gobierno de Jimmy Morales, en 2020, casi todos los indicadores sociales habían empeorado. Morales, un outsider - y cómico de profesión - que había ganado la presidencia con la promesa de acabar con la corrupción, fue, sobre todo, consecuencia del hartazgo de la ciudadanía (El País, 2020). El resultado, al concluir el periodo gubernamental, fue más frustración y una mayor fractura de las instituciones. Con el cambio de administración, se ha mantenido, en lo medular, una agenda que, según denuncian algunos organismos internacionales, ha afectado -todavía más -, la protección de los derechos humanos.

Como quiera, según recalcó la propia Corte Interamericana de Derechos Humanos en el Caso Villaseñor Velarde contra Guatemala - en el que se condenó al Estado por no haber dado la tutela requerida a una jueza que fue víctima de acoso sistematizado por más de una década -, con los Acuerdos de Paz, después de 1996, pudo acreditarse que, durante el conflicto civil hubo cientos de personas arbitrariamente perseguidas, amedrentadas o ejecutadas lo cual contribuyó a generar una parálisis en los tribunales y un incremento en los niveles de impunidad (Corte IDH, Caso Villaseñor Velarde contra Guatemala, 26 y 27).

Aparte de que la abrupta conclusión del mandato de la CICIG paralizó las investigaciones que se seguían, una de las consecuencias más perversas ha sido la persecución de jueces y de fiscales que en su día dirigieron los sumarios contra funcionarios acusados quienes ahora gozan de protección o a quienes, en condiciones opacas, se les archivaron las causas (Chávez Alor y Martínez Armas, 2022: 7). En 2022, se tienen documentados los nombres de 25 exempleados judiciales exiliados en el extranjero debido al hostigamiento al que se les ha sometido, muchos de ellos viviendo alejados de su entorno familiar, en complejas circunstancias económicas y materiales (Chávez Alor y Martínez Armas, 2022: 5).

En este extremo, numerosas interrogantes se han vertido sobre el Ministerio Público y su implicación en lo que sugiere ser la normalización de una suerte de vendetta contra quienes en el pasado reciente dirigieron investigaciones por corrupción. En 2022, la actual fiscal general fue reelecta para el período 2022-2026. Sobre la funcionaria se han formulada denuncias respecto a su gestión que bascula entre el entorpecimiento de ciertas causas y el endurecimiento de otras sin criterios objetivos y la persecución y prisionalización de adversarios políticos (BBC, 2020).

El estado de cosas en El Salvador no es mejor. Según la Comisión para la Verdad, creada después de firmados los Acuerdos de Paz de 1992, al finalizar el conflicto armado, en El Salvador se recibieron más de 20 mil denuncias con las cuales se acreditaba que, entre los años 1980 a 1991, se habían producido de manera generalizada torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales (Blanco, 2021: 48).

El año 2019 supuso el triunfo de Nayib Bukele, ex alcalde de San Salvador. Bukele impulsó la creación de su grupo político, Nuevas Ideas, aupado por familiares y amigos y logró derrotar a las fuerzas que gobernaron al país desde 1992, Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Aparte de su juventud y por el furor que rápidamente generó el activo uso que daba a las redes sociales, en poco tiempo llamó la atención también por su promesa de resolver el grave problema de violencia que arrastra el pequeño país centroamericano a manos de las bandas y las pandillas. Sin embargo, el punto de inflexión se dio en 2021 cuando, en las elecciones legislativas y municipales, obtuvo un extraordinario resultado gracias al cual se hizo con 64 de las 84 curules (Martí Puig, 2022: 133).

Varias de las medidas de Bukele generaron fuertes enfrentamientos con los otros poderes del Estado. Sin embargo, el momento más álgido llegó con la sostenida declaratoria de estado de excepción vigente en El Salvador desde hace más de un año. Las olas de homicidios y violencia que han azotado por décadas al país se convirtieron en uno de los principales problemas de la sociedad salvadoreña (Martí Puig, 2022: 132). En marzo de 2022, luego de que en apenas dos días se perpetraran 87 asesinatos, cuyas causas son de una complejidad enorme, atrapadas en décadas de inseguridad, abandono, desigualdad y represión, el Poder Ejecutivo profirió un estado de excepción, aprobado por el congreso mediante el decreto 333, que se ha ido prorrogando por un año (El País, 2023).

Dicho régimen de excepción fue defendido por el gobierno como una estrategia, con suspensión de derechos constitucionales, para acabar con un problema que lacera la seguridad de la ciudadanía. Aparte de las sospechas de que el Poder Ejecutivo había negociado con las pandillas, durante los meses anteriores a marzo de 2022, para disminuir los homicidios, lo cual se tradujo en beneficios para los líderes de algunas bandas y la ausencia de información oficial fiable (El Faro, 2023), organizaciones de derechos humanos, como Human Rights Watch, denunciaron aprehensión de niños, detenciones masivas a partir de pruebas tan débiles como la apariencia física de los investigados y la existencia de tatuajes, y muertes en centros penales manejadas con absoluta opacidad (HRW, 2022).

Sin embargo, pese a los señalamientos, y aunque no se tiene demasiada información disponible, es difícil pensar que la justicia haya actuado como garante de los derechos fundamentales a la vista de los resultados de los que presume el propio gobierno: más de 60 mil personas detenidas en 10 meses (Jornada, 2022).

Algunos indicios sugieren que, desde 2019 por lo menos, se han ido tejiendo controles formales - como la reforma a la carrera judicial- e informales - como el poder mediático del presidente - que condicionan la adecuada defensa de los derechos humanos y de las garantías procesales. Incluso, con la gravedad que ello entraña, la prensa ha documentado hechos puntuales contra jueces que luego de haber cuestionado el sistema fueron trasladados a municipios al interior del país. Por ejemplo, el diario Elsalvador.com (2022) relató el caso de al menos 8 jueces y juezas que fueron degradados - a través de traslados a oficinas fuera de la capital - por haber criticado las reformas al aparato judicial o por haber dictado resoluciones que fueron públicamente repudiadas por el presidente Bukele (El Mundo:2022).

Un estudio reciente de resoluciones proferidas por los juzgados durante el régimen de excepción genera dudas razonables sobre el tratamiento que se está haciendo de los sumarios de personas detenidas:

En todas ellas llamó la atención la cantidad de imputados que había - 9, 63, 86 -, la poca referencia a los hechos concretos que se les atribuían, pero sí al estado de excepción como herramienta genérica para atacar un problema social, y los argumentos esgrimidos para justificar los peligros procesales -por ejemplo, en un caso se acreditó que el imputado tenía un hijo menor de edad, pero el juzgado entendió que eso no era suficiente para demostrar que el niño dependiera económicamente del procesado y fuera motivo de arraigo-. También que hubiera sumarios en los que las vistas se realizaran sin la presencia de los acusados -alegando que había problemas de conectividad con los centros donde estaban recluidos- o en los que se negara el derecho a contar con un abogado de confianza. Las resoluciones consultadas fueron por el delito de agrupaciones ilícitas, un tipo penal abierto sujeto por completo al arbitrio del intérprete (Feoli, 2023:16).

Este breve sobrevuelo ha querido poner en perspectiva la paradoja frente a la cual nos encontramos. De un lado, hemos logrado construir un andamiaje jurídico sólido cuya claridad filosófica y política está fuera de toda controversia. Las visitas e informes que rinden instancias independientes, como los comités de expertos de los órganos de tratados de la ONU, o las sentencias que emiten tribunales constitucionales y ordinarios internos, junto a la prolífica jurisprudencia expedida por los sistemas regionales, dan a los Estados herramientas potentes -cuando no órdenes directas - para orientar el quehacer público. Del otro lado, no es difícil encender las alarmas por el deterioro que padecen muchas de nuestras democracias; acaso nunca llegaron a serlo verdaderamente.

Por todo ello, estimo una iniciativa imprescindible contar con este volumen en el que distintos especialistas, desde el rigor de la academia, harán propuestas y plantearán escenarios en los que es posible encontrar riesgos, en los propios regímenes democráticos, para garantizar los derechos fundamentales. Los países reseñados en las páginas precedentes no son, desafortunadamente, los únicos sobre los cuales se ciernen amenazas contra la integridad física, la libertad o la vida misma de las personas.

Seguramente como hace décadas no pasaba, y en medio de una época en la que se desprecia el conocimiento y se amontonan en nuestras vidas a través de las formas más diversas y heterogéneas de comunicación e información toda suerte de discursos de odio y reduccionismos, plantear un debate reposado, serio y profundo sobre la plena realización de los derechos humanos y la prevención de la tortura es más urgente que nunca. Hay una obligación ética ineludible de abordar lo que sucede en nuestros países y hacer algunas propuestas para mejorar el actual estado de cosas.

Recientemente, leí un libro en el que me topé con una frase que me ha resultado demoledora “los dolores no desaparecen por no nombrarlos, nombrarlos es la mejor forma de ayudar a incorporarlos a la agenda pública” (Mouffe, y Errejón, 2015: 92). La única forma de construir democracias capaces de apuntalar ciudadanías de alta intensidad implica evidenciar todo aquello que suponga subastar la dignidad de las personas y arriesgar los esfuerzos colectivos para ser una sociedad decente que no humille ni maltrate a sus miembros. Estoy seguro que la edición de la Revista contribuirá notablemente con esa aspiración.