Entre la docencia, la función directiva y la detención arbitraria: reflexión autoetnografica Between teaching, the management function and arbitrary detention: self-ethnographic reflection

Jerson Chuquilin Cubas 
and Maribel Zagaceta Sarmiento 

https://doi.org/10.25965/trahs.3004

En este artículo narramos nuestra experiencia en el trabajo docente y directivo en dos colegios de educación secundaria del Perú, entrelazándolo con los acontecimientos que sufrimos como víctimas de detención arbitraria. Esto con el objetivo de comprender los significados y sentidos que construimos sobre esas experiencias en el marco de un proceso social que trasciende nuestra historia personal. La narración se apoya en la estrategia de investigación autoetnográfica. Gracias a esta forma de investigación reconfiguramos nuestras experiencias docentes y directivas como narraciones cargadas de significado y sentido en su relación con los social y lo cultural. El proceso de rememorar y escribir esta narración nos ha permitido hacer accesibles e inteligibles motivaciones personales y condicionantes externos en el proceso de construcción de nuestro ser y hacer docente. También, nos ha permitido afrontar el estigma de “profesores terroristas” y traer a flote el sufrimiento y el miedo que guardamos durante muchos años como si fueran marcas negativas en nuestra historia.

Dans cet article, nous retraçons notre expérience dans le domaine de l’éducation en tant que professeur et principal de deux collèges au Pérou, dans un contexte hostile où, suite à des événements douloureux, nous avons été victimes de détention arbitraire. Ceci, afin de mieux comprendre les signifiés et les sens que nous avons construits à partir de cette expérience dans le cadre d’un processus social qui dépasse notre histoire personnelle. Le récit de notre expérience s’appuie sur une recherche auto-ethnographique grâce à laquelle la reconfiguration de nos expériences pédagogiques et de direction devient un discours narratif chargé de signification dans ses rapports avec le social et le culturel. Ce procédé nous a permis de rendre accessibles et intelligibles des motivations personnelles et des facteurs extérieurs dans le processus de construction de notre savoir-être et savoir-faire, dans le domaine éducatif et, parallèlement, une telle expérience nous a donné la force d’affronter les stigmates de «professeurs-terroristes» en replaçant et identifiant la souffrance et la peur que nous avons enfouies en nous, durant des années, comme des signes négatifs de notre histoire personnelle.

Neste artigo relatamos nossa experiência em ensino e trabalho diretivo em duas escolas secundárias no Peru, entrelaçando-a com os eventos que sofremos como vítimas de detenção arbitrária. Isso com o objetivo de entender os significados que construímos sobre essas experiências no âmbito de um processo social que transcende nossa história pessoal. O processo de contar histórias baseia-se na estratégia de pesquisa autoetnográfica. Graças a essa forma de pesquisa reconfiguramos nossas experiências de ensino e gestão como narrativas carregadas de significado em sua relação com o social e cultural. O processo de lembrar e escrever essa narrativa nos permitiu tornar acessíveis e inteligíveis motivações pessoais e condições externas no processo de construção do nosso ser e ensino. Também nos permitiu enfrentar o estigma dos "professores terroristas" e trazer à tona o sofrimento e o medo que mantivemos por muitos anos como se fossem marcas negativas em nossa história.

In this article we recount our experience in teaching and directing work in two secondary schools in Peru, entertaining him with the events we suffered as victims of arbitrary detention. This with the aim of understanding the meanings and meanings we build on these experiences within the framework of a social process that transcends our personal history. The process of storytelling is based on the strategy of self-ethnographic research. Thanks to this form of research we reconfigure our teaching and management experiences as narratives loaded with meaning and meaning in their relationship with social and cultural. The process of remembering and writing this narrative has allowed us to make accessible and intelligible personal motivations and external conditions in the process of building our being and teaching. It has also allowed us to face the stigma of "terrorist teachers" and bring afloat the suffering and fear we kept for many years as if they were negative marks in our history.

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Introducción

Esta autoetnografía se enmarca en el proyecto de investigación “El trabajo docente: silencios, memorias y voces emergentes” que coordinamos en una de las unidades de la Universidad Pedagógica Nacional de México. La investigación tuvo como propósito analizar las relaciones entre conocimiento, autoridad y poder que subyacen a nuestras experiencias docentes en los niveles de educación básica y superior. Para logar tal propósito, en el marco de tres seminarios desarrollados durante los años 2018 y 2019, seis profesores relatamos nuestras experiencias docentes y analizamos los desarrollos teóricos vinculados a la investigación autoetnográfica.

El proceso de narrar y escribir nuestras experiencias educativas se ancla en la pedagogía crítica y se apoya en el enfoque autoetnográfico de investigación narrativa. Para Giroux (2013) la pedagogía crítica, implica transformar el conocimiento y usarlo creativamente, en el marco de una lucha más amplia, para lograr derechos individuales y justicia social. Esta mirada amplia de la educación y de la escuela se relaciona con los postulados de Freire (2005) quien piensa la pedagogía como una práctica social concreta, culturalmente mediada e históricamente situada, y orientada hacia la formación de la conciencia crítica. En ese sentido, supone problematizar la práctica educativa para develar significados y construir sentidos orientados a liberar al sujeto de las de las ataduras que impiden su desarrollo pleno.

Freire (2005), en su afán de fomentar una educación liberadora desarrolla una forma de investigación en la que educación e investigación son momentos de un mismo proceso. Para él, quienes se involucran en el proceso de investigación no son objetos, sino, sujetos de conocimiento que participan en el desarrollo de una investigación comprometida con el cambio social. En este mismo tenor, Denzin (2013) considera que la pedagogía crítica debe apoyarse en la investigación autoetnográfica para obrar su plan democrático y transformador, ya que esta posiciona al sujeto como auténtico narrador, constructor e intérprete de sus propias experiencias que cristaliza en textos narrativos.

En tal sentido, en esta narración entretejemos colaborativamente nuestras experiencias en el trabajo docente y directivo en dos colegios de educación secundaria del Perú entrelazándolo con los acontecimientos que vivimos como víctimas de detención arbitraria con el objetivo de comprender los significados y sentidos que construimos sobre estas experiencias en el marco de un proceso social que trasciende nuestra historia personal.

La decisión de permitirnos asumir colaborativamente el protagonismo en la narración y significación de nuestras experiencias se conecta con otras investigaciones que tienen como foco las experiencias específicas de quienes se ven a sí mismos como sujetos de estudio (Ellis, Adams y Bochner, 2015). Así ocurre en el trabajo de Bernard, Padilla y Padilla (2018) quienes escriben colaborativamente una autoetnografía sobre sus experiencias académicas dedicadas a la investigación en universidades mexicanas. Las tres investigadoras escriben textos individuales que los comentan en reuniones, y posteriormente lo articulan en un solo texto. También, Aguirre y Gil (2016) escriben colaborativamente una autoetnografía referida a la defensa de una tesis doctoral autoetnográfica. Ambas describen su experiencia en torno al tema y los presentan en dos columnas brevemente intercaladas con una sucesión de conversaciones.

Asimismo, el conjunto de nueve trabajos autoetnográficos coordinado por Blanco (2018), abordan el tema de viajes académicos escritos por investigadoras de universidades de la Ciudad de México, y han sido producidos en el marco de un seminario permanente de investigación narrativa. También, Bénard (2018) escribe su experiencia de hacer investigación desde la autoetnografía en el marco de un taller de investigación dirigido a estudiantes de sociología de la Universidad de Aguascalientes, México. Bernard narra su experiencia introduciendo diálogos con los estudiantes y los relatos que estos producen y que trascienden la vida en las aulas.

Ahora bien, en torno a la autoetnografía no existen posturas unívocas y consensuadas. En particular, Montagud (2016) explicita algunas contradicciones y controversias entre la autoetnografía evocativa postulada por Ellis y Bochner, y la autoetnografía analítica defendida por Anderson. Conviene subrayar que Ellis, Adams y Bochner (2015) definen a la autoetnografía como una forma de investigación y escritura que describe y analiza sistemáticamente la experiencia personal con el propósito de comprender la experiencia cultural. Según estos autores, se trata de un proceso y un producto reflexivo.

Como proceso supone una dinámica de escribir sobre epifanías o experiencias enclavadas en una cultura, en espacios geográficos, sociales e instituciones situados, utilizando los principios de la autobiografía y la etnografía. El producto que resulta de este proceso es un texto denso, estético y evocador de la experiencia personal e impersonal escrito utilizando las técnicas de la narración como mostrar, contar y alternar la voz del autor. Análogamente, Holmes explica que los textos autoetnográficos revelan las “…conexiones intrincadas entre la vida y el arte, la experiencia y la teoría, la evocación y la explicación…” (2015: 266). Por su parte, Denzin considera que “…La escritura autoetnográfica genera las condiciones para redescubrir los significados de una secuencia de eventos pasados… (2017: 85).

Los métodos para producir narrativas creíbles y fiables se basan en la cooperación entre sujetos de saber. En este sentido, las conversaciones se instituyeron en espacios en los que nos permitimos evocar y comentar los acontecimientos que vivimos juntos y que integran esta autoetnografía co-construida (Ellis, Adams y Bochner, 2015). También conversamos vía WhatsApp con Sixto y con familiares que nos ayudaron a recordar acontecimientos que no vivimos directamente. Con base en la información que producimos en las conversaciones escribimos, primero, individualmente textos sobre nuestra experiencia y luego los fuimos intercambiando, reflexionando y reescribiendo juntos en más de una ocasión. También, estos textos los leímos y los intercambiamos con los participantes de los seminarios que coordinamos, de quienes recibimos valiosas recomendaciones. Esta metodología como señala Elis, Adams y Bochner (2015) nos ha permitido desdoblar los pliegues de nuestra memoria para traer al presente, sin tratar de ocultar o negar nuestras subjetividades, las huellas de otro tiempo en una narrativa personal co-construida cargada de significado y sentido

Es oportuno aclarar que la temporalidad de los hechos que narramos ocurre en un contexto en el que, según Pajuelo (2004), la dictadura fujimorista en alianza con la tecnoburocracia, las fuerzas armadas y las élites empresariales impusieron desde el Estado un proceso modernizador con rostro neoliberal y autoritario cuyos mecanismos de control social se orientaron en dos sentidos: De un lado, la apertura del libre mercado y la ejecución de programas dirigidos a cubrir expectativas sociales. De otro lado, bajo el pretexto de la lucha contra la subversión sistemáticamente se ejecutaron acciones destinadas a destrozar toda forma de tejido social organizado utilizando distintas formas de represión, militarización de espacios públicos y acciones psicosociales y de control preventivo. A esto se sumaba la desvalorización de la profesión docente y el deterioro progresivo de las condiciones de vida de los maestros.

En ese entonces, Maribel ejercía la función docente y Jerson la función directiva. Ambos escribimos colaborativamente, aunque la voz de Maribel aparece con mayor fuerza en el primer subtítulo y la de Jerson en el segundo. En el tercer subtítulo tejemos nuestras voces e incluimos la de Sixto ya que los tres sufrimos detenciones arbitrarias, conjeturamos, bajo la sospecha de apología de terrorismo.

Entre la docencia y el embarazo

En una tarde de sábado de 1990 la inesperada visita del director del colegio Ciro Alegría y su esposa me sorprendieron. Amablemente saludaron, les invité a pasar a la sala de la solariega casa de mi madre, ella se quitó el delantal y se paró a una distancia prudencial. ¿Profesora Maribel todos los domingos va para Montango? Sí, profesor como ya sabe allí trabajo. Está un poco lejos, pero el ambiente es muy bueno, contesté amablemente. Controlando su tartamudeo me invitó a trabajar en el Ciro Alegría como profesora de educación física. Su gangosa voz entremezclada con sonrisas me dio confianza. Le agradezco mucho y acepto su invitación, respondí. Después de una corta conversación se despidió. Hiciste bien hija, en pocos meses tu embarazo te impedirá caminar por esos lugares, me dijo mi madre con efusivo realismo. Mi cuerpo no tardó en responder ante la grata invitación, sentí el tibió alimento de mi hijo mojar mis senos, mi vientre y mi ropa.

Montango era entonces un caserío rural habitado aproximadamente por 30 familias, en su mayoría originarios de la sierra norte de Perú. La neblina vestía con su blanquecino manto las pocas casas de adobe y madera que rodeaban una amplia plaza llena de maleza y un solitario mástil de bandera. Los fines de semana por la madrugada el bullicio de los campesinos anunciaba su viaje al puerto Salinas. Allí comercializaban todo lo que producían en la zona y traían productos industrializados a vender al pueblo. A este lugar llegué a invitación del profesor Magdoyri, director del colegio secundario Túpac Amaru. Él era un personaje oriundo de la costa peruana. Su rostro alegre y su trato amable inspiraba confianza. El colegio que dirigía fue creado a iniciativa de los lugareños quienes financiaron la construcción e la infraestructura y el pago de las remuneraciones de algunos docentes. Atendíamos aproximadamente a 100 estudiantes de origen campesino. Como todos los colegios de zonas rurales carecíamos de materiales, equipos y servicios elementales de agua y desagüe.

En ese entonces, para ejercer la docencia en instituciones de educación básica no era imprescindible el Título de Profesor o Licenciado en Educación. Bastaba acreditar estudios superiores en una universidad o instituto superior tecnológico. Yo había estudiado contabilidad. Así que la docencia para mí fue una alternativa ocupacional que me permitió capear los duros tiempos económicos. Pues bien, quienes no poseíamos el título profesional en educación éramos considerados profesores “interinos de tercera categoría”, por lo tanto, con menos posibilidades de mantenerse en el puesto de trabajo.

El interés por mantener mi puesto de trabajo fue el motor para estudiar en la Universidad Pedro Ruiz Gallo la Licenciatura en Educación Física. Allí fui aprendiendo, como señala Santos (2001), que el ejercicio de la profesión docente exige actitudes, conocimientos y destrezas que no poseemos de forma innata, ni intuitiva. Es más, como dice Freire (1997) la autoridad docente, que es una forma de poder, se ancla en la competencia profesional y en la práctica democrática, por lo que los profesores debemos llevar en serio nuestra formación, estudiar y estar a la altura de nuestra tarea; solo así tendremos la fuerza moral para enseñar.

Mi solicitud de reasignación tardó un año. Mientras, todos los domingos después del medio día emprendía el rumbo hacia el caserío de Montango. La lluvia, el barro y a veces el intenso sol hacían difícil el trayecto. Durante estas largas travesías mi hijo brincaba en mi vientre al compás del canturreo de los pájaros. Cuando todavía podía andar de prisa llegaba al caserío después de dos horas de camino. Durante los últimos meses de gestación transitaba lentamente por el serpenteado camino remontando subidas y bajadas. A veces cabalgaba en mi yegua Mora, ella iba a paso cadencioso como si comprendiera que su trote resiente a mi bebé.

Era domingo y las calaminas que cubrían la vetusta casa de mi madre se encorvaban tratando de resistir los golpes de la lluvia. Acurrucada en mi cama dije para mí misma me iré el lunes en la madruga. Amaneció y el sol competía con la neblina. Decidí entonces partir ese mismo día. Emprendí el viaje horas antes de lo acostumbrado. Con paso lento el dócil y noble animal sorteaba el lodo. En ciertos tramos aceleraba el paso. Mientras descendía las empinadas colinas del caserío Nueva Esperanza el sol jugaba con las nubes y de vez en cuando se refrescaba con la llovizna. Ya en la base de la colina avisté el riachuelo de la Yunga, espumeando cual fiera acorralada arrastraba trozos de madera, ramas y todo lo que encontraba a su paso. Temblé no sé si de frio o de miedo. Me detuve. Con dificultad bajé del lomo del animal que se mantenía quieto. Me dolía mi abultado vientre. Sentí que algo húmedo descendía entre mis piernas. Me aterroricé, era sangre entremezclada con la llovizna que había humedecido mi cuerpo. Me senté largo rato sobre un tronco tratando de recuperar mis facultades de raciocinio y decisión. El dolor cedía y dije para mí misma no pariré a orillas de esta quebrada.

El día agonizaba y la turbia agua poco a poco se plegaba a su cauce. Pensé que el caudal ya no era un peligro. Improvisé un bastón de palo y tomé las riendas del animal. Caminé por el cauce más ancho del riachuelo recordando las enseñanzas de mi padre: no levantes tus pies, arrástralos lentamente por el lecho del riachuelo. Pensé que todo acabaría cuando en un remanso el agua rebasó la altura de mi abdomen. Me paré firme y recuperé la calma. Ya en el otro lado del riachuelo cabalgué con dificultad en mi yegua Mora. Avanzamos cuesta arriba y el dolor se atenuaba al ritmo de los pasos lentos. Entre el silbido del viento que acariciaba los árboles llegué a la cima de la colina cuando la noche competía con la luz de la luna. A veces aparecía entre los árboles delineando mi silueta y otras la noche lo cubría. Ya en el llano apuré el paso entre cafetos y árboles de naranjo.

Entré al pueblo por la calle principal mientras las luces de los fogones se filtraban por las rendijas de las paredes de madera. En lo alto de la calle apareció mi prima, caminaba en mi dirección sonriente y con los brazos abiertos. Apuró a mis dos sobrinos a bajar las alforjas, a desensillar y a llevar a la valiente Mora al pasto. Me cambié la ropa, abrigué mis pies con medias de lana y me acerqué al horno de pan que todavía se mantenía tibio. Me ofreció un jarro de té de hojitas de limón y una pastilla que terminó con mi dolor esa noche. Durante los días siguientes sentía dolores pasajeros, pero persistentes. Decidí entonces adelantar mi viaje hacia la ciudad de Jaén. Fue un tramo difícil. Anduve a paso lento durante tres horas por un estrecho camino que serpenteando descendía caprichosamente entre cerros hasta el puerto Salinas. Crucé en Huaro el río Marañón y continué el viaje en una camioneta de carga rumbo a Bagua Chica, de ahí a Jaén, en una combi. Un mes después volví con mi hijo. Con él entre brazos seguí cabalgando en mi yegua Mora por la misma travesía entre árboles y pájaros.

Si bien, legalmente tenía derecho a las prestaciones médicas y a la licencia pre y posnatal, mi nombramiento interino, la ubicación geográfica (rural-pobre) del colegio y el patriarcado restringían mi facultad de exigir lo que la ley establecía en mi favor. En ese entonces, temí hacer uso de mi derecho a la licencia ya que corría el riesgo de perder el trabajo. Fueron momentos muy intensos en los que mezclé estos condicionamientos externos y las creencias que otorgan a las mujeres un estatus subordinado y buscan cultivar virtudes que se asocian a la pasividad y sumisión. Esta experiencia triste, poco a poco, me llevó a revalorar mi condición de mujer y maestra. Como dice Freire (2010) no solo resistía, sino también, emprendí acciones destinadas a trascender tal situación. Al respecto, Mahmood (2006) explica que nuestra capacidad de agencia implica que debemos de realizar nuestros propios intereses como mujeres en contra del peso de las costumbres, tradiciones, voluntad trascendental u otros obstáculos, ya sean individuales o colectivos.

Un día del mes de mayo de 1991 estaba con los estudiantes en el patio del colegio que también utilizaba como campo deportivo. Uno de ellos me dice: Profesora alguien viene. Volteé y vi que Jerson se aproximaba. Él ese año concluía su formación inicial de profesor de Educación Secundaria. ¿Qué habrá pasado? Muchos presentimientos invadieron mi cabeza. ¡Te reasignaron al Colegio Ciro alegría! ¡tienes que viajar a Jaén! Exclamó Jerson. Una extraña sensación de alegría y tristeza invadió todo mi ser. Mientras viajas a recoger tu oficio yo me quedó en tú lugar, continuó hablando. Fuimos a conversar con el director, él se desencajó al escuchar la noticia, movió su cabeza y sentenció: Nos deja profesora, pero es por su bien, le deseo mucha suerte. Ese mismo día alisté las pocas cosas en alforjas y regresé a la mañana siguiente cual gitana cabalgando mi yegua Mora con mi hijo entre brazos. Los abrazos de mi prima parecían detener la prisa del tiempo y sus lágrimas estremecieron mi alma. No pude resistir, también lloré. Al pasar la última casa del pueblo volteé la mirada, ahí en el peñasco Esther y sus hermanitas agitaban sus manitas.

Ya en el colegio Ciro Alegría, el director me asignó los cursos de educación física, educación artística, educación cívica y formación laboral. Las clases de educación física las desarrollábamos, algunas veces en el patio del colegio y otras en el campo de fútbol del distrito. En mi primera clase de educación física un estudiante, con sarcasmo y ocultándose entre sus compañeros susurró: ¡ojo al guía! Hice como si no hubiese pasado nada. Continué la clase explicando los fundamentos conceptuales de los ejercicios de acondicionamiento físico y las técnicas del salto largo. Luego en el patio ejecuté las técnicas aludidas y ordené calmadamente: ¡sigan al guía! Me negué admitir que estos jóvenes considerados maleducados no iban a llegar lejos. Estaba segura de que como el mío su futuro no está predeterminado, sino que es una posibilidad que tenemos que construirlo con esperanza. Pensé, entonces, que el deporte los entusiasmaría y así fue. No pasó mucho tiempo y junto con muchos de ellos construíamos sueños corriendo todas las madrugadas por la carretera rumbo al puerto Rentema. También, entrenábamos para participar en los juegos deportivos escolares que se desarrollaban todos los años.

En abril de 1992 Jerson recibió el oficio de designación como director del Colegio Ciro Alegría. No lo esperábamos. La repentina designación nos generó alegría, pero también angustia. El colegio atravesaba una situación difícil por la ruptura de las relaciones humanas, la falta de personal docente y las carencias materiales.

Aprendiendo a ser director

Una antigua aula construida de adobe cubierta por un techo de apolilladas maderas y oxidadas láminas de calamina era la oficina de la dirección del colegio “Ciro Alegría”. En esta y las dos aulas contiguas funcionó la escuela primaria de mujeres, hasta que en 1978 el Ministerio de Educación dispuso que niñas y niños deberían coexistir en un mismo centro escolar. En un ángulo del amplio espacio de una de las aulas que funcionaba como oficina de la dirección, detrás de un descolorido pupitre de madera estaba el director sentado en un macizo sillón. A cinco metros rodeando la pared, dos largos y angostos bancos de madera esperaban a los visitantes. Sudoroso, tratando de contener la agitación y el temblor de mis manos entré a la oficina del director. Saludé pausadamente: “Buenos días, profesor”. “Qué tal Jerson. Siéntate. Es usted bienvenido”, expresó entusiasmado. “Muchas gracias, profesor. Vengo trayendo este oficio”, expresé mientras extendía mi mano. Presbítero ojeó el documento, palideció, agitó las dos páginas como queriendo sacudirlas de algo y con un tartamudeo acentuado balbuceó apretando los dientes: Debe ser una confusión, tendré llamar a una reunión a la junta de padres de familia. Con la mano izquierda alisó su cabeza calva y frotando las comisuras de su boca siguió hablando. En ese instante, el profesor José que husmaba en la calle contigua entró atolondrado. Lo saludé. Me despedí y allí se quedaron conversando.

Por la tarde de ese mismo día la noticia de cambio de director corrió cual ráfaga de viento por las alargadas calles de Santa Rosa, un distrito rural de la provincia de Jaén enclavado al margen derecho del río Marañón a la altura del pongo de Rentema. Era entonces un pueblo en cuyas casas de adobe y madera habitaban en su mayoría campesinos de la sierra norte del Perú. Aquí, un grupo de padres de familia fundó en 1976 el Colegio Secundario Ciro Alegría. Durante muchos años funcionó en casas que se adecuaron como aulas. Posteriormente se reubicó al local que ocupaba la escuela primaria del distrito. Las aulas estaban construidas de adobe, madera y techo de calamina. Su estado de conservación era muy malo. No existían servicios básicos como agua y desagüe. Era un colegio rural que acogía a estudiantes de origen campesino de gran parte de los caseríos del distrito quienes caminaban de lunes a viernes entre una y dos horas para llegar puntualmente a clases. En esta cotidianidad de la vida escolar sentíamos en carne propia la desigualdad entre la ciudad y el campo.

La reunión convocada por el director se desarrolló con la presencia de algunos miembros de la Junta Directiva de la Asociación Padres de Familia (APAFA). Allí acordaron que el supervisor local junto con el director llevaría un memorial al director de la Unidad de Servicios Educativos (USE) solicitando su permanencia. Aunque el oficio con el que me designaban como director se fundamentó en la ley 25212 de 1990 que establecía que los profesores sin título en educación (nombramiento interino) serían desplazados por aquellos que sí lo tienen.

Al día siguiente, don Urías presidente de la APAFA firmó el oficio de posición de cargo y el director me entregó las llaves del colegio. Don Urías, a quién conocía desde niño, era un campesino de contextura delgada, de unos 40 años. Cada vez que hablaba terminaba con frases que hacían reír a carcajadas. Siempre ocupó cargos importantes en la comunidad. Ese mismo día don Eladio, integrante de la junta directiva de la APAFA, intentó disuadirme con áspero acento: Eres muchacho, no tienes experiencia para ser director. El Supervisor local asintió: Tiene razón don Eladio. Ciertamente yo no había vivido directamente tal experiencia.

Retomados los postulados de Santos (2019) diría que la experiencia en el campo de la dirección de escuelas es inseparable del profesor que ha elegido vivirla, ya que este experimenta directamente los asuntos relacionados con la dirección de la escuela que dirige, y en esta práctica convergen su cuerpo y su alma, su razón y sentimiento, sus ideas y sus emociones. Ahora bien, la experiencia como fuente potencial de saberes genuinos y contextuales es un factor importante para dirigir las instituciones educativas, pero estos saberes no surgen automáticamente. Vale decir, más años de antigüedad en el trabajo docente no dota automáticamente de más conocimientos y habilidades para dirigir las instituciones. Necesitamos, como señala Freire (1997) remirar la experiencia críticamente desde ángulos no percibidos, desde formas más críticas y menos ingenuas.

Superado el impase, inicié mi primer día de trabajo un día de abril de 1992. Llegué temprano y empecé a tocar la campana anunciando la hora de formación. Junto a otros docentes el profesor José, parado en una esquina del polvoriento patio observaba mis movimientos con sigilo. Algunos estudiantes se disponían a formar, otros, corrían sujetando los cuadernos entre sus manos. La auxiliar de educación los apuraba a gritos, pero estos caminaban impasibles. José perdió la paciencia: Fórmense en la fila de los que llegan tarde, gritó. Mientras esto sucedía me presenté como el nuevo director. Luego ordené que pasen a sus aulas. El profesor José mandó con gritos: Los tardones se quedan a recoger la basura. Insistí nervioso: Todos van a pasar en orden a sus aulas.

La forma como el profesor José intentaba imponer orden no era extraña para mí. Lo viví en mi condición de alumno y hasta lo consideraba necesaria. Pero la obvié porque, en ese entonces, estaba en juego mi condición de director. Confundido permanecí en el patio pensando si no hubiese sido mejor dejar que los alumnos cumplieran la orden que dio el profesor José. Fue entonces que llegó Maribel. Le dije en tono preocupado: hoy llegaron muchos alumnos tarde y el profesor José intervino en la formación dando órdenes y lo desautoricé. Qué los alumnos lleguen tarde es normal y también que los castiguen por eso, respondió Maribel. Caminamos en dirección de su aula de clase comentando la situación.

Camino a la oficina de la dirección pensé que era necesario convocar a una reunión de profesores. Mientras ordenaba la agenda fui consciente que ignoraba casi todas las cuestiones administrativas. Dudé en convocar a la reunión. Pero pensé que si los maestros participan en la elaboración de sus horarios de clase el compromiso con su tarea sería mayor; además redundaría en beneficio de mi imagen como director. Hoy pienso que la experiencia política y estudiantil que vivimos con Maribel en aquel entonces influenció en esta decisión. De hecho, ella rememora que en nuestra época de estudiantes dirigimos reuniones y participamos en debates políticos. También, que, en esos tiempos, juntos con Sixto, Víctor, Isolina y otros compañeros, esperanzados en el cambio social, fundamos el Centro de Investigación y Proyección Social “Mujer Solidaria”. En este marco organizamos una academia preuniversitaria en la que connotados profesores de la zona nos apoyaron ad honorem brindando preparación académica a estudiantes que procedían de grupos sociales marginados.

Inicié la reunión presentando la agenda, seguidamente expresé entusiasmado: Profesores, al igual que ustedes quiero que este colegio sea un lugar agradable para trabajar. Circunstancialmente estoy ocupando el cargo de director. Les pido que trabajemos juntos. Ustedes tienen muchos años de servicio y confío en que haremos las cosas bien. Mientras hablaba, observé que algunos profesores garabateaban en su cuaderno y en ciertos momentos intercambiaban miradas fugaces. Les pedí que dijeran algo al respecto, pero permanecieron en silencio. Realmente esperé el inicio de una discusión acalorada. Sentí desesperanza. Continué tratando de crear una atmosfera de confianza anunciando el segundo punto de la agenda. Inmediatamente Maribel acudió en mi ayuda, dibujó una tabla de varias entradas en el pizarrón. Allí cada profesor ubicaba y negociaba el reacomodo de sus horas de clase. Fue entonces que sentí lo difícil que era dirigir una institución educativa. Los conocimientos sobre administración educativa que había aprendido en mi formación docente no fueron útiles para actuar en esa circunstancia.

A la semana siguiente mientras terminaba de escribir un informe sobre la falta de profesores de matemática, lenguaje, inglés, historia y ciencias naturales, Lourdes entró apresurada y habló con evidente desazón: Profesor tres secciones no tienen clase, no hay profesores, ¿qué hago? Por favor, haz que pasen a su aula y asígnales alguna tarea, tengo clase en quinto año, respondí tratando de evitar la situación. Inmediatamente, con gestos de urgencia bajé por un sendero húmedo y resbaladizo con un libro, tizas y un pedazo de franela para borrar el pizarrón. Estando ya en la acera del aula de cuarto año observé bolas de papel cruzando los aires y estudiantes saltado sobre las mesas. No podía evitarlo y entré al aula. El bullicio se trocó en silencio. Con voz entrecortada empecé a reprender y ofrecer consejos, luego ordené: ¡Brigadier haz un parte de indisciplina! En mi vida de estudiante había participado en juegos disruptivos como este y los profesores trataban de sofocarlo recurriendo al castigo. En ese entonces, mi actuación como director reflectaba esa práctica de la autoridad que había encarnado y no era consciente de eso. Evidentemente, como afirma Bourdieu (2007), mi habitus operaba como principio a partir del cual construía mis prácticas y representaciones de la disciplina y de la dirección escolar, de lo posible y de lo imposible en este campo.

El sonido de la campana anunció el fin de la hora de clase. Salí rumbo a la oficina de la dirección. En el camino observé a Lourdes gritando: ¡alumnos pasen a su aula! ¡Brigadier haz un parte a los indisciplinados! Volví la mirada hacia atrás y observé a dos profesores que sonríen al ver a Lourdes correr tras un estudiante. Al rato, el profesor José entró a la dirección a firmar el cuaderno de asistencia. Le dije en tono amable: Profesor José, veo que usted se preocupa por la disciplina y eso me alegra. ¿Qué podemos hacer para evitar los actos de indisciplina que acaba de ver?, pregunté. Creo que sería bueno que los profesores adelanten sus horas de clase para evitar el desorden, respondió. Está bien, así lo haremos, expresé. Aquí estoy para trabajar por el colegio, profesor, dijo José entusiasmado. Agradecí su gesto. En ese entonces, los profesores, en su mayoría, se limitaban a cumplir con sus horas de clase. Solo cuando los estudiantes perturbaban el orden los reportaban a la dirección. Estas situaciones ocupaban el centro de nuestras preocupaciones.

En realidad, los estudiantes disfrutaban jugando en los salones de clase o fuera de ella, si bien estas acciones rompían la estructura de la clase no eran violentas. ¿Y por qué nuestro afán controlador? Quizá porque nuestra propia experiencia de socialización se dio en una escuela cuyas reglas tácitas y explícitas fomentaban una disciplina autoritaria como herramienta necesaria para la vida. Esta misma experiencia estábamos repitiendo en el colegio que dirigía, más aún, implementamos mecanismos de control como la policía escolar, las amonestaciones, los ejercicios físicos, las expulsiones de clase y del colegio. Hoy pensamos que antes que imponer una forma de disciplina autoritaria “Tenemos la responsabilidad, no de intentar amoldar a los alumnos, sino de desafiarlos en el sentido de que ellos participen como sujetos de su propia formación…” (Freire, 2010: 51) en el marco de una práctica educativa democrática y ética.

En mayo, junto con miembros del Consejo Directivo de la Asociación de Padres de Familia viajamos a la ciudad de Jaén para solicitar en la USE la cobertura de las plazas docentes. En ese entonces, después de una hora de viaje por terracería llegamos al puerto Rentema. Allí cruzamos el río Marañón en “huaro”, este es un cajón de madera con plataforma de metal sujetada mediante cuatro poleas a dos cables de acero anclados a una distancia de casi 500 metros entre ambos bandos del rio y a una altura aproximada de 400 metros, el desplazamiento sucede gracias a la fuerza de dos personas quienes sentados en una tabla ubicada en la parte superior del cajón jalan continuamente el cable para hacer girar las ruedas. Luego continuamos el viaje por una carretera asfaltada a Bagua Chica, ciudad calurosa y polvorienta. Proseguimos el viaje en taxi o combi aproximadamente durante una hora hasta la ciudad de Jaén.

En Jaén desde las siete de la mañana formando filas junto con otros directores, padres de familia y profesores buscábamos conseguir una cita. La espera se tornaba insoportable y el sol radiante calentaba nuestros ánimos al punto que sudorosos, en tropel y a la fuerza ingresamos a la oficina de la dirección. Allí el director parecía que escuchaba nuestros reclamos y ordenaba al jefe de personal que resuelva nuestros pedidos. La solución casi siempre era parcial ya que las plazas ocupadas por profesores que solicitaron cambio de adscripción por ruptura de relaciones humanas solo se podían cubrir con otro cambio de adscripción. A esto se sumaba la rigidez y las formalidades superfluas de la burocracia. Al cabo de tres días de peripecias solamente logramos que se adjudicaran tres plazas docentes. De regreso al distrito, decía para mí mismo: Ahora entiendo porque cuando era alumno de este colegio siempre iniciábamos el año sin profesores de muchas asignaturas.

En ese entonces, debido a la expansión de la matrícula escolar y la carencia de profesores titulados, los egresados de la educación secundaria y otros profesionales con estudios superiores tenían la posibilidad de ejercer la docencia en áreas relacionadas con su especialidad y, su incorporación al escalafón magisterial estuvo condicionado a la obtención del título en educación o posgrado en educación. En este contexto dábamos por hecho que la formación en educación superior era suficiente para enseñar. Ahora existe una sensación de urgencia en el discurso teórico y en la política pública acerca de la necesidad de mejorar la cualificación del profesorado. De hecho, en nuestra región los gobiernos implementan políticas neoliberales que buscan impactar, como señala Elacqua, Hincapié, Vegas y Alfonso (2018), en la formación de los futuros docentes y en el desempeño de quienes ya ejercen la docencia, pero muy poco hacen para revertir el progresivo deterioro de sus condiciones de vida y la desvalorización de su trabajo.

Junio comenzó lluvioso. Mientras moría el día y los nubarrones en el horizonte anunciaban lluvias, un profesor recién llegado murmuró desesperanzado: es una tristeza este pueblo, no hay luz y las calles están llenas de lodo. Es época de lluvias, le respondí. Y con la intención de animarlo prosigo: En los próximos días la municipalidad instalará un generador potente para dar luz al pueblo de 6 a 10 de la noche; también van a encementar las calles principales. Era comprensible la desilusión del profesor. Para mí, la falta de luz, la lluvia y el lodo en las calles no era una cuestión que me afligía con extremo. Tal vez porque aquí me tocó nacer, vivir y estudiar.

Junio también se presentó esperanzador. Los estudiantes y el profesorado permanecían ocupados en el desarrollo de sus clases. En este contexto, fuimos reconfigurando las relaciones de trabajo. En las actividades cívicas y en las tareas pedagógicas y administrativas algunos profesores nombrados participaban con reticencia, mientras que los profesores recientemente contratados, que eran la mayoría, lo hacían con entusiasmo. Leído desde la micropolítica Ball (1987), estos hechos evidencian la conformación no visible de dos grupos informales en los que subyacen intereses personales. Aunque resulta difícil discernir los tipos de interés, lo cierto es que en determinados momentos poníamos en juego intereses relacionados con las condiciones de trabajo.

En este escenario, con la intención de cumplir las cuestiones administrativas y los intereses individuales, generalmente relacionados con los horarios de clase y permisos, más de una vez tratamos de influir en el personal docente de diferentes modos. En muchas ocasiones el conflicto se tornó inevitable y las amonestaciones escritas fue un mecanismo para sancionar inasistencias. Esto pone de manifiesto que el ser y el hacer del director, más que una actividad meramente técnica regida por funciones predefinidas es una tarea contextual, íntima y profundamente social. Siendo así, la forma y el contenido de nuestra práctica directiva está influenciada por las significaciones y los sentidos que construimos sobre estas prácticas en relación con los otros.

Para ese entonces, los padres de familia con apoyo de la Comunidad Campesina habían construido dos casetas sanitarias y el cerco perimétrico con postes de madera y alambre de púas. Este vallado se sumó en apoyo a las formas de organización espaciotemporales con las cuales procurábamos controlar la circulación de los estudiantes. Por ejemplo, en la hora del receso o cuando el profesor no llegaba a clase algunos estudiantes rondaban la cerca en busca de un lugar para salir hacia la calle.

Detención forzada

Una mañana de 1993, cantos militares alarmaron la tranquilidad del pueblo. Era un grupo de soldados al mando de un capitán que se hacía llamar “Chávez”. Camino al colegio vimos que estaban acantonados en la casa comunal. Desde ese día, apoyados por el comité de autodefensa daban vueltas por el pueblo, rondaban continuamente por el cerco perimétrico del colegio y nos observaban disimuladamente por las ventanas. Preocupados nos preguntábamos: ¿Por qué están los militares aquí? ¿Qué buscan? Pero también, profesores como José sugerían que trajéramos a los militares para que dirijan las formaciones. ¡Eso mejoraría la disciplina!, decía.

Conviene aclarar que desde 1980 la sociedad peruana sufría los estragos del conflicto armado más intenso y prolongado de nuestra historia, desencadenado por el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCP-SL). El sistema democrático representativo recuperado en los años 80 colapsaba y la crisis económica era insostenible. En este contexto, Alberto Fujimori (Condenado a 25 años de prisión) elegido en presidente en las elecciones de 1990 conspiró un autogolpe e instaló en abril de 1992 una dictadura bajo el nombre de “Gobierno de emergencia y reconstrucción nacional”. Este gobierno, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003) organizó intencional y progresivamente una estructura estatal que controló los poderes del Estado, así como otras dependencias clave, y utilizó procedimientos legales para asegurar impunidad para actos violatorios de los derechos humanos, primero, y de corrupción después.

En ese entonces, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003) los medios de comunicación y las declaraciones oficiales de gobierno insinuaban que los maestros eran potenciales militantes del PCP-SL y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. Para prevenirlo y sancionarlo el gobierno promulgó en noviembre de 1992 el Decreto Ley Nº 25880 que considera como autor de delito de traición a la patria a todo profesor o docente que influya en los alumnos haciendo apología del terrorismo y los reprime con la pena máxima de cadena perpetua. Esta norma que restringía la libertad de expresión y limitaba los espacios para la opinión crítica se convirtió en un arma legal de la dictadura para perseguir, torturar y encarcelar maestros.

En tales circunstancias, el Sindicato Unitario de Trabajadores en la Educación del Perú (SUTEP) se inmovilizó desde el punto de vista sindical y claudicó en su rol de defensor de los derechos humanos de sus agremiados. Fue en este contexto de violencia y de inseguridad en el que muchos jóvenes egresados de las universidades y los institutos superiores pedagógicos entramos al campo de la docencia.

Poco antes que lleguen los militares al pueblo habíamos inaugurado con mucha algarabía el funcionamiento del generador eléctrico. Las calles del pueblo se iluminaban de las 18 a las 22 horas. Aprovechábamos la luz para compartir la cena y ver noticias en los dos únicos canales cuya señal captaba una antena parabólica del municipio. En el noticiero de uno estos canales, una noche de julio observamos con asombro y tristeza el cabizbajo rostro del profesor Sixto Muñoz Torres. Estaba vestido con traje de rayas y a la altura de su pecho llevaba un cártel con un número que no recordamos. Dos militares con gafas oscuras tiraban de su cabeza hacia atrás para las tomas fotográficas. Sixto fue un compañero de clase durante los cinco años de formación inicial docente. Juntos trabajamos la tesis de grado. También, juntos con Maribel, estuvimos del mismo lado en el movimiento político y estudiantil, y fundamos el CIPS – Mujer Solidaria.

Después de muchos años decidimos conversar vía WhatsApp con Sixto sobre el secuestro, nos habíamos reunido muchas veces, pero nunca hablamos de esta experiencia que ha marcado dolorosamente nuestras vidas y nuestra tarea docente. Sixto con voz entrecortada relata:

La noche del nueve de junio de 1993 viajaba de Pucará hacia la ciudad de Jaén con la intención de gestionar la mejora de la infraestructura del colegio que dirigía. Caramba, éramos directores, dice emocionado. En Chamaya un comando del ejército detuvo al ómnibus, subieron y mientras nos pedían el documento nacional de identidad revisaban nuestras pertenencias. Me pidieron que baje. El miedo me hizo estremecer. Pregunté: ¿Por qué? Sin responderme me preguntaron: ¿Y estos planos? ¿Y esta tarjeta roja? Son los planos del colegio y la tarjeta es de la Juventud Obrera Cristiana (JOC), respondí. Terruco de mierda, súbalo al carro, vociferó un oficial. Mi voz se cortó. Me vendaron. No recuerdo cuánto duró el trayecto. Me bajaron a empellones y me ordenaron ingresar a un recinto. Algo tenebroso me inundó cuando me dijeron ahora vas a cantar terruco de mierda. Me ordenaron desnudarme. En vano fue mi resistencia. Me colgaron de los brazos atados a la espalda. Desfallecía cuando la electricidad destellaba en diferentes partes del cuerpo. Mi madre fue a buscarme al cuartel varias veces. Allí le decían que no tienen detenidos, pero ella insistió tanto hasta que después de 15 días me pusieron a disposición de la comisaría policial de Jaén. Al siguiente día los policías me llevaron vendado y engrilletado a la Dirección Nacional Contra el Terrorismo (DINCOTE) de Chiclayo. En este lugar continuaron torturándome para que me inculpara como un mando terrorista. Después de quince días me presentaron ante la prensa vestido con traje a rayas. Luego un tribunal sin rostro me sentenció a 30 años de cárcel. No tuve un abogado defensor. Me encerraron en las cárceles de Piccsi (Chiclayo), Castro Castro (Lima) y Huacariz (Cajamarca). Gracias a la lucha de mi madre mi caso fue conocido por organizaciones internacionales y otras JOC del mundo quienes enviaron muchas cartas al gobierno peruano solicitando que revisaran mi caso. Cuando esto sucedió tuve derecho a un abogado. El mismo tribunal militar me declaró inocente y ordenó mi libertad después de 15 meses de sufrir prisión.

La historia de Sixto se conecta con la nuestra, no solo en la tarea docente, sino también, como víctimas. La categoría “desaparecido” desarrollada por Gatti (2017) nos ayuda parcialmente a pensar nuestra condición de víctimas de detención por parte de agentes del Estado. Nos pensamos como víctimas vivas de detención forzada porque la desaparición no se concretó. Sin embargo, la forma de detención y el ocultamiento del lugar donde nos encerraron nos hace habitar la categoría de desaparecidos en tanto revela intención de encubrir las pruebas para impedir el acceso a la justicia.

Recordamos bien que un sábado 17 de julio de 1993, fecha en que nuestro hijo cumplía tres años, Maribel me despertó: ¡Jerson están empujando la puerta! En la oscuridad de la noche nos miramos en silencio. El miedo recorrió nuestros cuerpos. Entonces pregunté casi gritando ¿quién es? ¿qué quieren? Empujaron la ventana. Respiramos agitados y el miedo se transformó en pánico porque esos empujones eran más insistentes. Tratando de controlar la situación grité: Leví (mi hermano) ¿eres tú? ¡es muy temprano para ir a ver las vacas! ¡Espera que ya salgo! Miré por la rendija de la ventana y la luz de la luna iluminaba los cuerpos de hombres armados. Maribel, son militares. Ella, rasgando con dificultad un cerillo intentó prender la lámpara. Pero al caminar el tubo de cristal estalló en el piso en mil pedazos. Mejor es así, no hay que abrir la puerta hasta que amanezca, dije intentado calmarnos. Maribel aferró a su cuerpo a nuestro hijo. Me aproximé a la puerta trasera y por la rendija observé a unos militares parapetados en unos troncos apuntando con sus fusiles. Afortunadamente, siempre asegurábamos las puertas y la ventana con trancas de madera ancladas en forma horizontal a las paredes.

Todo estaba oscuro. Para nosotros el tiempo se detuvo, para los militares la luz del día significaba el fracaso de su siniestro plan. Los golpes en la puerta eran cada vez más intensos. Temblorosos nos quedamos petrificados cual estatuas de sal en medio de la casa. Las órdenes eran cada vez más amenazantes: ¡Abran la puerta carajo, o lo rompemos, terrucos de mierda! Daban ya las cinco de la mañana y la puerta crujía sin cesar. Envolví a mi hijo entre mis brazos y nos protegimos en la pared, mientras Jerson retiró lentamente la tranca de la puerta principal. Un estruendoso puntapié hizo volar la chapa y el soldado cayó estrepitosamente, pues entre la puerta y el piso interior existía un desnivel de aproximadamente 50 centímetros.

Con las manos levantadas aparecí frente a la puerta, tan pronto los militares se dieron cuenta que estaba totalmente expuesto, me tomaron violentamente por el cabello y me llevaron a empellones al centro de la “Plaza dos de mayo”. En ese lugar el día anterior jugamos un partido de fulbito con algunos soldados. ¡Tírate al suelo terruco de mierda! me ordenaron. ¿Dónde están las armas? Sentí pisadas en la espalda, rasgaron mi camisa y mi torso quedó al descubierto. Levanté disimuladamente la cabeza y vi a Maribel intentando abrigar a nuestro hijo. Dos militares la rodearon y empujaron en mí dirección.

Sentada con mi hijo entre mis brazos observé que los militares tiraban por todos lados libros, ropa, utensilios de cocina y todo lo que estaba a su alcance. Grité ¡auxilio! ¡auxilio! ¡auxilio! Después de tantos gritos, se prendieron luces en la casa de Lourdes, su silueta se dibujó detrás de la cortina de la ventana, pero rápidamente se difuminó entre el oscuro y claro de su habitación. Aún no rayaba el día y el señor Urías (presidente de la APAFA) con sogas de ganado en mano pasó cerca donde yacíamos rodeados por militares. Grité ¡auxilio don Urías, nos lleva el ejército! Pero él aceleró el paso como huyendo de aquella escena macabra. Los vecinos entreabrían y cerraban sus puertas. Mi respiración se entrecortó, miré a Jerson y nuestro silencio habló de desesperanza. Siniestras botas nos empujaron en dirección de un camión volquete que la municipalidad siempre ponía a disposición de los militares. Aproveché el descuido de un soldado y con mi hijo en manos, emprendí veloz carrera. Apenas alcancé a llegar a la casa del alcalde. Llamé desesperadamente: ¡Don Sergio, auxilio, los militares nos llevan! Él rápidamente vino en nuestra ayuda. Con su voz cansina y su mano derecha sin el dedo pulgar señalaba al capitán y le pedía explicación: ¿Por qué los llevan? ¿Qué de malo ha hecho, los conocemos desde niños? Están pedidos, respondió el capitán Chávez con voz desafiante. No tiene nada que hacer usted aquí, ¡retírese! El cansino viejo miró al infinito y se alejó.

Mientras Jerson subía al camión pedí que me permitieran dejar a mi hijo con mi madre y apresuré el paso mientras me escoltaba un militar. Cerca de la casa de mi madre grité: ¡Mamá, Mirian!¡los militares nos llevan! ¡mi hijo! Tan pronto mi mamá tomó a mi hijo entre sus brazos, el capitán Chávez sin escuchar los reclamos de mi hermana Mirian me tomó del brazo y me obligó a subir a la cabina del camión. Sentí que todo estaba perdido. Después de una hora de zigzagueante carretera llegamos al puerto Rentema, un lugar fantasmal habitado por no más de diez familias.

Me quitaron la venda y me ordenaron bajar del camión. En ese instante vi a Maribel que bajaba de la cabina del camión. Mis piernas temblaban y mi corazón golpeaba con fuerza mi pecho. Sorprendido, Arturo se acercó y ofreció comida para todos los militares. Mientras servía arroz blanco con guisado de pollo, intentaba disuadir al capitán para que nos liberaran, describía bondades nuestras. El militar siguió comiendo sin decir nada. Maribel y yo no probamos bocado. El nudo en la garganta apenas nos permitía deglutir saliva. Minutos más tarde el huaro repleto de pasajeros se acercaba, en él venía Aníbal, un joven comerciante del pueblo. Nos miró sorprendido, se acercó al capitán y le dijo ¡por la güeva llevas a los muchachos! Libéralos. No pudimos escuchar más porque el huaro partió raudo como si quisiera ocultarnos en el viento.

Al otro lado del río esperaban carros militares. Nos subieron a empellones a carros distintos. Después de una hora, sentí que se abrieron enormes puertas de metal. Aunque tenía cubierto los ojos con una venda y mis manos permanecían atadas, logré identificar que era el campamento militar “El Milagro”. Giré instintivamente mi cabeza hacia la derecha tratando de sentir a Maribel. Tiraron de mis manos y corrimos por un espacio fantasmal. Traspasé una puerta y me ordenaron sentarme en el piso. Perdido en la nada, entre el miedo y la incertidumbre renegué haber aceptado el cargo de director.

La noche avanzaba y ordenaron: ¡traigan al director! En ese instante alguien me arrastró hacia una sala contigua. ¡Quítate la ropa! Ordenaron. Me negué, pero un puntapié en el estómago me tiró al piso. Ataron mis brazos detrás de la espalda y me colgaron. Sentí dolor intenso en los hombros. Los puñetazos en la barriga aumentaron la intensidad del padecimiento. No recuerdo cuanto tiempo duró este sufrimiento. Ya desfallecido me arrastraron hacia un cuarto. Allí tambaleando tropecé con otros cuerpos. El espacio era tan reducido que pasé sentado toda la noche. Sentía dolores cada vez más intensos entre el final de mi columna vertebral y los muslos. Al rayar el día la luz que se filtraba por unas rendijas dejó entrever cuerpos mal heridos.

Durante los días siguientes el dolor que inundaba mis hombros se propagaba lenta y frenéticamente por todo mi cuerpo. El chirrido de las hojas de la puerta era el preludio de la tortura. Tras ese sonido desagradable mi cuerpo, colgado, destellaba luces cada vez que la electricidad invadía mi ser. Otras veces, amarrado en un banco de madera largo y estrecho, sin aliento y sin fuerzas emergía de una cubeta llena de agua.

Jerson sufría torturas físicas y yo con los ojos vendados respondía preguntas insidiosas y escuchaba todas las noches lamentos de quienes sufrían tortura. Todos los días sentía que llevaban y traían personas tambaleantes. Durante las noches los alaridos rompían el silencio del macabro lugar. Ya en el interrogatorio mientras suplicaba que me dejaran vivir por hijo sentí que una mano se deslizaba suavemente por mi cabeza, el sonido de los pasos reveló los tacones de una mujer. Mencioné su nombre, pero aceleró el paso sin responder. Sospecho que era alguien de mi familia que tenía buenas relaciones con el comandante general de la quinta división de selva del ejército. Después de cinco días de interrogatorio me quitaron la venda. Las preguntas siempre eran las mismas: ¿Con quiénes se reúnen? ¿Dónde esconden las armas? ¡Canta todo lo que sabes y sales ahora mismo!

Mis dos hermanas lucharon incansablemente por nuestra liberación. Acudieron buscando ayuda a los dirigentes del SUTEP, pero estos solo abrieron una pequeña puerta del local sindical para decirles que no podían hacer nada. En el cuartel el Milagro les decían que ahí no tienen detenidos. Un periodista les dijo que estábamos en al cuartel de San Ignacio, allí también fueron y les respondieron lo mismo. Recurrieron a la ayuda de un fiscal, del subprefecto provincial (hoy prefecto) y del padre Paco (amigo de Jerson) un sacerdote con mucha autoridad e influencia en la provincia, pero que, en ese entonces, se desempeñaba como obispo de la Diócesis de Chachapoyas. Gracias a su intervención recibimos la ayuda de la Vicaría de la Solidaridad y él mismo intervino para lograr nuestra libertad.

Era jueves, las máquinas de escribir sonaban insistentemente y los militares entraban y salían con urgencia. Escuché que alguien decía: ¡Están moviendo maquinaria pesada! ¡Tenemos que apurarnos! Como a las cinco de la tarde observé que sacaban del cuarto contiguo un banco de madera y sogas; también llevaron a Jerson. Intenté impedirlo, pero fue imposible.

Un sábado por la mañana súbitamente llegó un comandante que se hacía llamar Lazarte. Me llevó al recinto de interrogación y me dijo: ¡Canta todo lo que sabes y te vas en este momento! Mis respuestas fueron las mismas. No pasó mucho tiempo y trajeron a Jerson. Quedé paralizada. Mis temores se difumaron cuando nos ordenaron firmar un papel que decía, algo así: Recibí un buen trato, solo fue una aclaración. Con la amenaza de volver a detenernos, el comandante Lazarte nos acompañó hasta la puerta de salida y dijo en tono amenazante: Por ahora quedan libres.

Nuestros caminos se bifurcaron. Después de una larga lucha contra la discriminación, fuí reasignada al Colegio Jaén de Bracamoros de la ciudad de Jaén. Jerson continuó laborando en el colegio Ciro Alegría. Ya en lugares distintos la amenaza del comandante Lazarte se hizo realidad. Hasta aquí llegamos remando en nuestra historia. Huellas de otro tiempo que traemos a la vida conectadas en esta narrativa que “subvierte la lógica temporal al producir un efecto de sincronicidad y de contemporaneidad que ayuda a convertir lo extraño en conocido y en contemporáneo lo que es distante en el tiempo…” (Santos, 2019: 97).

Al final

Terminamos esta autoetnografía pensando que el espacio curricular que ocupamos para narrar, escribir e intercambiar autoetnografías como grupo, nos llevó a asumir con mayor claridad nuestra condición de sujetos de conocimiento. En este sentido, el intento de conciliar a lo largo de esta narrativa nuestro presente con la memoria y evitar el olvido nos ha permitido hacer accesibles e inteligibles motivaciones personales y condicionamientos externos en el proceso de construirnos como docentes, y traer a flote el sufrimiento y el miedo que nos causó la detención arbitraria y que guardamos durante muchos años como si fueran marcas negativas en nuestra historia.

El proceso de construirnos como docentes está unido a nuestra labor en colegios de educación secundaria situados en contextos de ruralidad. En estas zonas la escolarización está caracterizada por la exclusión y abandono por parte del Estado y la precariedad de las condiciones materiales, sociales y profesionales que vivimos los maestros. También, al igual que en las zonas urbanas la teoría pedagógica predominante que subyace a la relación pedagógica es la de un profesor ejecutor del currículo y trasmisor de conocimientos. Esta forma de entender la pedagogía estuvo en la base de nuestra formación como docentes que poco a poco, aunque no de forma sistemática, fuimos confrontando con nuestras prácticas educativas sin que tuviéramos del todo claro las razones. Quizá este claroscuro hacía que nuestra práctica educativa trascienda el aula y la escuela, y desarrolláramos acciones que se conectaban con la problemática de la comunidad. Pensamos que en estas acciones anidaba una concepción de educación que adquiere sentido en la relación con los otros y en el compromiso de transformar las condiciones que impiden nuestro desarrollo.

Ahora bien, nuestros modos de pensar y actuar en el trabajo docente y directivo no siempre estuvieron orientados por decisiones planificadas, sino que las fuimos tejiendo al ritmo de las situaciones que iban sucediendo. Y en este proceso nos fuimos haciendo conscientes, día con día, de los condicionamientos institucionales, sociales y políticos y las posibilidades de ser maestros. También, de nuestra propia inercia y reticencia a cuestionar prácticas que habíamos naturalizado.

Por otro lado, el trabajo docente en una zona rural nos permitió un mayor acercamiento con la comunidad y en ese sentido expresar nuestros puntos de vista. Obviamente nuestras formas de pensar la situación educativa, política y social de ese entonces no sintonizaba con el discurso oficial. Estas posturas se concretizaban en nuestras acciones en la organización estudiantil de la que formamos parte en nuestra formación profesional y en la vida laboral en la organización sindical y el trabajo escolar. Conjeturamos que está forma de posicionarnos contribuyó para que agentes del estado vieran en nosotros un potencial subversivo y nos detuvieran arbitrariamente.

Desde ese entonces, la palabra terruco fue utilizada, aunque veladamente, para intentar desacreditarnos. A este epíteto estigmatizador, durante los primeros años, se sumó el acoso sistemático de agentes de inteligencia y el alejamiento de compañeros y amigos. Lo dramático de esta situación se fue difuminando con el restablecimiento de la democracia. En estas circunstancias Sixto volvió a retomar su posición de liderazgo en el ámbito sindical, nosotros, aunque no abandonamos la vida sindical, nos involucramos con mayor ímpetu en la vida académica.