El mito de la identidad y sus supuestos enemigos: ficciones que marcan el trato diferenciado en la acogida de personas migrantes en Europa The myth of identity and its supposed enemies: fictions that mark the differentiated treatment in the reception of migrants in Europe

Nacho Hernández Moreno 

https://doi.org/10.25965/trahs.4701

El desplazamiento es inherente al ser humano, ya sea en el seno de poblaciones nómadas o sedentarias, sea aquel voluntario o forzoso debido a peligros provocados por conflictos de todo tipo, a los efectos del clima, o por cualquier otro motivo. Así ha sido a lo largo de nuestra historia, una llena de migraciones continuadas que han ido configurando y que siguen dando forma a las sociedades en las que hoy nos hallamos. Ello, no obstante, se halla en tensión con el concepto de territorialidad que pretende explicar la voluntad humana de dominar el espacio, y con el motivo de pertenencia a un grupo determinado, todo lo cual motiva respuestas diferentes en el momento de acoger a las personas recién llegadas por parte de la población autóctona.
La migración es una característica definitoria de Europa, tanto en aquellos periodos con desplazamientos dentro del propio continente o hacia otros lugares, como actualmente, un momento en el que se ha convertido en destino de millones de personas. La acogida de la ciudadanía y de las instituciones comunitarias y de cada país en particular nos muestra síntomas de sociedades y aparatos políticos receptivos con quien se parece, es decir, con quien es semejante en apariencia física y en cultura a la sociedad nativa, mientras que el rechazo predomina cuando la persona recién llegada parece distinta, o lo que es lo mismo, difiere en alguna de sus características físicas más visibles. La respuesta actual de las sociedades e instituciones en la Unión Europea con respecto al desplazamiento causado por el conflicto en Ucrania es un claro ejemplo de ello.

Le déplacement est inhérent à l'être humain, que ce soit au sein de populations nomades ou sédentaires, qu'il soit volontaire ou forcé en raison des dangers causés par des conflits de toutes sortes, des effets du climat, ou pour toute autre raison. Cela a été le cas tout au long de notre histoire, une histoire pleine de migrations continues qui ont façonné et continuent de façonner les sociétés dans lesquelles nous nous trouvons aujourd'hui. Ceci est cependant en tension avec le concept de territorialité, qui cherche à expliquer la volonté humaine de dominer l'espace, et avec le motif d'appartenance à un groupe particulier - tous ces éléments motivant des réponses différentes dans l'accueil des nouveaux arrivants par la population autochtone. La migration est une caractéristique essentielle de l'Europe, tant pendant les périodes de mouvement à l'intérieur du continent ou vers d'autres lieux, qu'aujourd'hui, où elle est devenue une destination pour des millions de personnes. L'accueil des citoyens et des institutions de l'UE et de chaque pays en particulier montre les symptômes de sociétés et d'appareils politiques qui sont réceptifs à ceux qui sont similaires à la société d'origine en termes d'apparence physique et de culture, tandis que le rejet prédomine lorsque le nouvel arrivant semble différent, ou, en d'autres termes, diffère dans certaines de ses caractéristiques physiques les plus visibles. La réponse actuelle des sociétés et des institutions de l'Union européenne aux déplacements causés par le conflit en Ukraine en est un exemple clair.

O deslocamento é inerente ao ser humano, seja dentro das populações nómadas ou sedentárias, seja voluntário ou forçado devido a perigos causados por conflitos de todo o tipo, pelos efeitos do clima, ou por qualquer outra razão. Este tem sido o caso ao longo da nossa história, uma história cheia de migrações contínuas que moldaram e continuam a moldar as sociedades em que nos encontramos hoje. Isto, porém, está em tensão com o conceito de territorialidade, que procura explicar a vontade humana de dominar o espaço, e com o motivo de pertencer a um grupo particular, o que motiva diferentes respostas no acolhimento dos recém-chegados por parte da população indígena. A migração é uma característica marcante da Europa, tanto durante os períodos de deslocação dentro do próprio continente como para outros lugares, e hoje em dia, quando se tornou um destino para milhões de pessoas. A recepção de cidadãos e instituições da UE e de cada país em particular mostra sintomas de sociedades e aparelhos políticos que são receptivos àqueles que são semelhantes em aparência física e cultura à sociedade nativa, enquanto que a rejeição predomina quando o recém-chegado parece diferente, ou, por outras palavras, difere em algumas das suas características físicas mais visíveis. A actual resposta das sociedades e instituições da União Europeia à deslocação causada pelo conflito na Ucrânia é um exemplo claro disso mesmo.

Displacement is inherent to human beings, whether within nomadic or sedentary populations, whether voluntary or forced due to dangers caused by any kind of conflict, climate effects, or for any other reason. This has been the case throughout our history, a history full of continuous migrations that have shaped and continue to shape the societies in which we find ourselves today. This, however, is in tension with the concept of territoriality, which seeks to explain the humans’ will to dominate space, and with the sense of belonging to a particular group, all of which motivates different responses at the moment of welcoming newcomers by the native population. Migration is a defining characteristic of Europe, both in those periods with movements within the continent itself or to other places. Today it is a time when it has become a destination for millions of people. The reception of European citizens and that of the European Union’s institutions and those of each country in particular shows us symptoms of societies and governments that are receptive to those who are similar in physical appearance and culture to the native society, while rejection predominates when the newcomer appears different, or in other words, differs in some of their most visible physical characteristics. The current response of societies and institutions in the European Union to the displacement caused by the conflict in Ukraine is a clear example of it.

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1. Introducción

El desplazamiento es inherente al ser humano y ha estado presente en todas las etapas de la historia. Hoy nos encontramos en un periodo sin precedentes en cuanto al número de personas desplazadas, incluso de aquellas que se ven forzadas a hacerlo. Son cifras que van en aumento y que, más que un momento coyuntural de la historia, parecen reflejar una situación estructural de este nuevo mundo globalizado.

La inmigración suele generar actitudes dispares por parte de las sociedades receptoras. Esos movimientos poblacionales pueden generar una tensión entre las personas de la comunidad de acogida y las personas recién llegadas, colectivizadas en la alteridad, en la figura del otro, la persona de fuera, extraña y no perteneciente a aquella. Etiquetadas bajo distinta terminología como «extranjeras» o «inmigrantes», estas personas no reciben el mismo trato que aquellas que sí integran como miembros reconocidos la sociedad autóctona.

Asimismo, las instituciones consolidan la visión de la inmigración como un problema a través del discurso político o, por ejemplo, incluyéndola como categoría en las encuestas a la ciudadanía sobre sus principales preocupaciones. Este énfasis en proponer el desplazamiento humano como amenaza se ve apoyado por la descripción que hacen los medios de comunicación de la migración mediante el empleo de metáforas relacionadas con catástrofes como lo son las palabras «marea», «avalancha» o «invasión».

En efecto, se presenta la inmigración como un peligro para la integridad de las comunidades de acogida, a las cuales se les presupone una homogeneidad cultural e identidad propia y distintiva. Pero no es así, a pesar de los esfuerzos del nacionalismo por alimentar esa fantasía. Como tampoco es cierto que las personas migradas constituyan un compartimento estanco. Son personas individuales, cada una con su historia, pertenecientes a distintas comunidades y culturas, ninguna de ellas homogénea. Prueba de ello es la diferenciación en el trato recibido según el origen de aquellas, según se acerquen o se parezcan en apariencia o cultura a la supuesta identidad de la comunidad receptora.

2. Creando a un enemigo desde una comunidad imaginada

Los análisis que centran su atención en el estudio de las reacciones de las sociedades de acogida ante la llegada de personas migrantes tienden a considerar a la población autóctona, nativa o receptora como una categoría estanca; es decir, se asume la homogeneidad grupal de las personas que se hallan etiquetadas bajo aquel término. Si bien los resultados a los que llegan estas investigaciones no tienen por qué ser considerados erróneos de por sí por ese motivo, sí que se hace necesario abordar la cuestión de la supuesta homogeneidad de las poblaciones con el propósito de sugerir estrategias que, a la postre, puedan favorecer respuestas individuales y colectivas más receptoras, acogedoras, e incluso solícitas con las personas recién llegadas al territorio en el que se hallan.

En este punto partimos de la necesidad o motivo de pertenencia a una comunidad como un elemento inherente y esencial de todo ser humano, como animal social y como ser dependiente de otras personas para su propio desarrollo. Se reflexionará sobre cómo esa urgencia ha actuado sinérgicamente con el concepto de territorialidad para afianzar la existencia de comunidades exclusivas, sobre todo desde los inicios del sedentarismo en las sociedades humanas. Para ejercer un control efectivo, sus élites han alimentado la separación y diferenciación forzada con respecto a otras colectividades con el fin de crear la ficción de un nosotros especial y transhistórico.

Finalmente, y con el auge y consolidación del mundo estadocéntrico, el nacionalismo ha avivado la idea de pueblos o naciones con características mutuamente excluyentes y el Estado-nación se ha servido de esta herramienta para cimentar su proceso homogeneizador con el fin último de asegurar su hegemonía en un territorio dado, eliminando así a la disidencia. Ello ha derivado en la cuestión identitaria que en este apartado va a ser desenmascarada como un mito, tal y como se ha afirmado con rotundidad en la literatura científica.

2.1. De la necesidad humana de pertenencia al mito de la identidad

La necesidad de pertenencia es el motivo social fundamental del ser humano (Fiske, 2014). Aristóteles ya señaló que el ser humano es un animal político por naturaleza o zōon politikon (1988), como condición humana fundamental y clave distintiva con respecto a las distintas formas de vida animal, que manifiesta la preexistencia de la condición de animal social que comparte con todas ellas (Arendt, 2016). Así se entiende que las personas estemos condicionadas por aquella necesidad, por un fuerte deseo para formar y mantener vínculos interpersonales duraderos; el individuo busca interacciones frecuentes y positivas en el contexto de relaciones duraderas y afectuosas (Baumeister y Leary, 1995). Ello es clave para contribuir a su plena autorrealización (Maslow, 1943).

No obstante, no toda pertenencia ayuda a ese desarrollo personal. Conforme a la teoría de la identidad social de Tajfel y Turner, para lograr una autoimagen positiva que fomente la autoestima, el grupo de pertenencia (endogrupo) debe contribuir a una identidad social positiva; esta consiste en aquellos elementos de la imagen que tiene el individuo de sí mismo y que se forma por las categorías sociales o grupos a los que pertenece, a través de procesos de categorización, identificación y comparación.

La evaluación del endogrupo se realiza con referencia a otros grupos (exogrupos) a través de un proceso de comparación social. El resultado será negativo si no hay diferencias significativas entre grupos; es decir, si el hecho de pertenecer a su endogrupo no le reporta beneficios que no le puedan ofrecer los exogrupos. Ante esta situación, el individuo puede optar por dejar el grupo y escoger otro que satisfaga sus necesidades o mantenerse en él e intentar fomentar su distintividad para lograr una mayor diferenciación con respecto al resto, mejorando así su autoestima (Tajfel y Turner, 1979). Esto explica la competitividad y agresividad grupal para mantener su percibida homogeneidad y señas de identidad que justifican la exclusión de los no miembros.

La combinación de un fuerte favoritismo por los endogrupos y el efecto de homogeneidad del exogrupo, consistente en la percepción de mayor semejanza entre los miembros de los exogrupos que del propio endogrupo, facilita la deshumanización de los miembros de aquellos (Swann y Bosson, 2010) y, por consiguiente, su exclusión y posible abuso justificado por la necesidad de mantener una distintividad propia y una diferenciación que fomente una identidad social positiva. Los grupos, y, por ende, toda comunidad, comporta exclusión (De Lucas Martín, 1996); una exclusión que se manifiesta, entre otras, mediante la expulsión de las personas que no pertenecen y a quienes no se desea aceptar en aquella. Se trata, por tanto, de una respuesta reaccionaria sobre la base de una supuesta homogeneidad endogrupal.

Más allá de la autoestima favorecida por la distintividad del endogrupo, la ficción de la similitud entre los miembros de un mismo grupo tiene también como fin afianzar el poder de sus élites. Un grupo unido, aunque sea sobre la base de ideas fantásticas e irracionales, siempre será más fácil de dominar por unos pocos. Se permite así la existencia y permanencia de relaciones de poder que, de otra forma, es decir, en el caso de reconocer las diferencias individuales e intragrupales, serían difíciles de justificar y sustentar, al no poder imponer la idea de un otro como enemigo por ser claramente diferente.

Las comunidades de pertenencia siempre han existido (Diener, 2017), si bien los puntos focales en los que ha habido algún tipo de membresía han tenido siempre una base geográfica, sobre todo desde el momento en el que las sociedades humanas se convirtieron en sedentarias. Ello implica que el dominio de las élites sobre el grupo se extienda también sobre el territorio y sus recursos. Por ello, la exclusión no solo deriva en la no pertenencia a una comunidad, sino también en la falta de permiso para entrar en un territorio determinado y aprovechar sus recursos, salvo con el consentimiento de aquella.

Aquí es clave el concepto de territorialidad, ya que se trata de una herramienta geográfica poderosa para mandar sobre las personas y los elementos mediante el control del espacio en el que se encuentran. De hecho, un lugar solo se convierte en territorio cuando la delimitación geográfica se emplea para dominar el comportamiento de quienes se encuentran en su interior mediante el control de su acceso (Sack, 1986). Para regular esto último se han ido creando y desarrollando dos instituciones fundamentales para las comunidades como son la ciudadanía o la nacionalidad que, a la vez que incluyen a personas a las que se les concede una autorización para formar parte de aquellas, excluyen a quienes no se les otorga tal privilegio.

Esta idea de territorialidad y el dominio del espacio y de los recursos de un territorio se observa claramente en el proceso de creación del nuevo mundo posterior a la Paz de Westfalia con el Estado soberano como protagonista. Tenemos, por un lado, las fronteras geográficas que delimitan la soberanía territorial; y, por otro, un muro que delimita la soberanía personal, la nacionalidad, un vínculo que une al individuo con el Estado y por el cual este le concede obligaciones y derechos, entre los cuales se encuentra el reconocimiento como miembro de su comunidad y el de acceso y permanencia en el territorio ocupado y controlado por él.

Tener una nacionalidad es un derecho humano reconocido en varios instrumentos del derecho internacional de los derechos humanos, lo cual es señal de su importancia para el individuo en este mundo de Estados soberanos. Así, quien carece de una no pertenece a ninguna comunidad reconocida en este espacio global. Quien disfruta de ese privilegio, no obstante, solo será admitido en aquel Estado que le acepta como miembro de su comunidad, pero estará excluido del resto.

Esta exclusión deriva en una diferenciación de trato entre personas nacionales, por un lado, y personas extranjeras, por otro, ya sean estas apátridas o sean poseedoras de la nacionalidad de un tercer país. Las primeras gozan de todos los derechos de los que puede gozar una persona, mientras que las primeras han de conformarse, a lo sumo, con un estatuto limitado en ese aspecto. Se trata de una distinción justificada y legitimada por la soberanía estatal y la prerrogativa de todo Estado para determinar quiénes son sus nacionales, así como para restringir el acceso y la permanencia de quienes no lo son, es decir, de quienes no acepta o no desea admitir, lo cual implica su posible expulsión forzada del territorio controlado por aquel.

Es cierto que una de las características principales de los derechos humanos es su universalidad. Estos son inherentes a todo ser humano y, por ese motivo, son ejercitables por cualquiera, con independencia de su etnia, origen social, sexo, o cualquier etiqueta que categorice socialmente a un individuo. Sin embargo, el propio derecho internacional de los derechos humanos prevé en algunos de sus instrumentos más fundamentales el hecho de que aquella diferenciación de trato entre personas nacionales y extranjeras no constituye una discriminación a pesar de que tratarse de (un trato diferente) basada en una categorización de la persona.

Así, la Declaración Universal de los Derechos Humanos («DUDH») establece el derecho a la participación política de las personas nacionales con respecto al gobierno de su propio país (artículo 21), lo cual limita el acceso a la ciudadanía plena a quienes no gozan de ese estatuto. Asimismo, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos («PIDCP») acepta en su artículo 12 que las personas extranjeras no gocen del derecho a circular libremente y residir en otro país si no se hallan «legalmente» en él, así como el hecho de que puedan ser rechazadas en su intento de entrar a otro Estado. Estas restricciones, y cualesquiera otras establecidas entre la categoría de nacional como perteneciente al endogrupo y la categoría de persona extranjera como miembro de un exogrupo, son admitidas sin tapujos por la Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación racial cuando en su artículo 1.2 establece que su ámbito de aplicación no se extiende a «las distinciones, exclusiones, restricciones o preferencias que haga un Estado (…) entre ciudadanos o no ciudadanos», refiriéndose con el término «ciudadano» a quien es aceptado como nacional por un país.

Estos ejemplos ponen en entredicho el valor absoluto de la universalidad de los derechos humanos, ya que estos solo pueden ser efectivamente ejercitados por quienes tienen una nacionalidad, pero, además, solo en el Estado que reconoce al individuo como miembro. De esta forma, la nacionalidad puede generar categorías de personas en las que las diferencias de trato entre ellas están amparadas por el derecho, justificadas y legitimadas por la soberanía estatal, y, por lo tanto, sin que encajen en el ámbito de la discriminación prohibida por el derecho internacional de los derechos humanos.

Una vez llegados a este punto, conviene preguntarse lo siguiente: ¿existe homogeneidad dentro del endogrupo de quienes poseen una misma nacionalidad? Es decir, ¿existe dentro de cada comunidad una identidad clara, estática, que se erija como característica definitoria y distintiva con respecto a otras? Siguiendo la tesis de Anderson con respecto a las naciones, podemos responder que aquellos grupos no son más que una ficción en la mente colectiva de las personas que comparten una misma nacionalidad. Aquel autor describió a la nación como una comunidad imaginaria cuya existencia fue posible gracias a la unión del capitalismo y de la imprenta, lo cual permitió a grupos amplios imaginar una comunidad entre desconocidos por medio de un lenguaje común (Anderson, 2006). En efecto, el proceso de creación de las naciones es artificial. Estas son construidas mediante ingeniería social e invención, tal y como destaca Hobsbawm (1991), a través de mitos que son aceptados por verdaderos por la sociedad (Orwell, 1947), y del olvido selectivo de determinados eventos del pasado que puedan resultar negativas para la autoestima del endogrupo nacional como pueden ser los fracasos históricos (Renan, 1882).

El nacionalismo alimenta ese procedimiento no natural. Se trata del nacionalismo como movimiento y como herramienta empleado para fomentar la distintividad endogrupal a través de actitudes y conductas reaccionarias y excluyentes frente a un exterior (un otro) también imaginado y creado artificialmente. A través de aquellos mitos, el nacionalismo busca dotar al endogrupo de una identidad nacional, única, exclusiva, pura y distintiva, pero dicha identidad reposa sobre la base de una etnicidad ficticia y la misión tranhistórica de transmitir de generación en generación un símbolo propio, como la lengua como vehículo o el sueño nacional. Esa homogeneidad, esa identidad exclusiva es un mito convertido en dogma político: «no hay identidad idéntica a sí misma y toda identidad es fundamentalmente ambigua», nos dice Balibar (2005). Siguiendo a De Lucas, yerra, por tanto quien pretende encontrar «esencias identitarias, totales, estáticas, excluyentes, esenciales, mediante la identificación de atributos y propiedades constantes y estables, constitutivos de entidades inmutables» (2003, pp. 20-21).

No existe una identidad propia y distintiva de los endogrupos. No hay una homogeneidad estática e inalterable en las comunidades. Se trata de colectivos formados por personas individuales, con elementos comunes, pero también diferenciadores. Podemos ir más allá incluso de la mano de Naïr para decir que las sociedades modernas no son comunidades como se podían entender en otras épocas, sino meros «conjuntos funcionales» en los que sus individuos pueden diferir totalmente a pesar de la existencia de mecanismos, incluso jurídicos, para forzar la unión (Naïr, 2010). De ahí que el Estado nacional se haya esforzado en imponer coactivamente una unidad religiosa, moral y cultural apoyada por el nacionalismo con el fin de priorizar su hegemonía como único poder soberano y de poner fin a toda conducta que se oponga a ese proceso de unificación, lo cual incluye la eliminación de las diferencias individuales o, en palabras de De Lucas, de «toda herejía» (1996: 23-24).

2.2. Creando un enemigo para reforzar la supuesta distintividad

Analizada la fragilidad de la homogeneidad endogrupal o de la identidad nacional que motiva la aparición de conductas defensivas contra quien no pertenece como miembro a la colectividad, cabe plantearse aquí si las sociedades configuradas sobre ese dogma pueden sobrevivir sin un enemigo. La respuesta de Naïr es clara: «no existen sociedades sin enemigo» y, en el caso en que no lo tuvieran, habrían de crearlo mediante fabricaciones ficticias y relatos fantásticos (Naïr, 2010).

La concepción del otro como algo más que un mero extraño se ha dado a lo largo de la historia y se ha manifestado a través de diversos vehículos culturales. Ya en Mesopotamia, el lenguaje sumerio usaba palabras para definir lo extranjero que estaban relacionadas con la ida de fuera, extrañeza y hostilidad, presumiblemente porque era fuera desde donde venía la gente hostil y extraña. Así, la palabra empleada para designar a las personas extranjeras, kur, significaba a la vez extranjero y enemigo; contrasta con el empleo de la misma raíz, lu, para referirse al ser humano (lullu) y a los ciudadanos (awilum). A diferencia de la cultura babilónica, los egipcios no usaban de manera expresa una palabra para extranjero que fuera sinónima de enemistad u hostilidad, aunque también emplearon términos peyorativos en su descripción del otro.

Existía en la sociedad egipcia la concepción de que la cultura propia (nuestra) era superior a la de los otros: en la Historia de Sinuhé, su protagonista, después de haber vivido en el exilio, tuvo que ser limpiado, afeitado y vestido apropiadamente como un egipcio civilizado; el autor del texto Instrucciones al Rey Merikara describía al extranjero como el «vil asiático», «miserable», «ladrón» y poco afortunado por vivir en una tierra distinta a Egipto (Poo, 2005); los nubios eran llamados ni remetju o no humanos, y no eran tratados con dignidad por no merecer el respeto de los egipcios; los hititas eran también viles y comparados con cocodrilos ante los cuales la sociedad debía protegerse. Se trataba de un caos en contraposición al orden faraónico, cuya violencia contra aquellos estaba, por lo tanto, justificada y legitimada. Esa exclusión y maltrato contrasta con la aceptación condicional de la sociedad egipcia de quienes, siendo extranjeros, se asimilaban a la cultura egipcia a través de la adopción de las costumbres sociales (Cornellius, 2010).

En Atenas el vocabulario de la época establecía claras diferencias entre los atenienses y los foráneos: barbaros (no ciudadanos, y extranjeros en general), xenoi (extraños o extranjeros), metoikoi (residentes extranjeros). Estos, junto con los douloi (esclavos), y las mujeres, eran los otros, los distintos, los que sufrieron las desventajas de su no ciudadanía (Román, 2010). Conviene recordar que el sistema ateniense se fundó sobre la base de la esclavitud, y que la democracia tenía sus bases en la institución de la ciudadanía, una herramienta exclusiva y excluyente que dejó al margen al 90 % de la población (Paine, 2007).

Con Roma cambia la perspectiva y se atisban los inicios del uso de una institución como la ciudadanía para asimilar a la población con el objeto de homogeneizar las distintas culturas y sociedades pertenecientes al imperio; al ser tan extenso, era una forma efectiva de aglutinar a todas las personas, hacerlas partícipes a su manera en el nuevo aparato político invasor, pero siempre y cuando se sometieran a los principios y valores imperantes. El término romano ya no hacía referencia a un grupo étnico determinado, sino que designaba a los ciudadanos con independencia de su origen étnico o de su estilo de vida (Román, 2010). Además, el otorgamiento de la ciudadanía a quienes no eran romanos de origen fue un modo eficaz de asimilar a los habitantes de los territorios conquistados (Andrades Rivas, 2007). Existe evidencia de varias expulsiones colectivas de personas extranjeras o no ciudadanas, conocidas también como peregrini, durante la época, como una forma de castigar a un enemigo, a personas que debían ser excluidas de la comunidad imaginaria romana (Van der Lans, 2015).

Si no hay un enemigo real, el endogrupo necesita crearlo. Ante la ausencia de un otro, las naciones, que se nutren del relato ficticio de su distintividad frente a otras, pierden su capacidad para continuar su proceso homogeneizador. La creación de un enemigo no es más que una proyección del nosotros que sirva a los miembros de la comunidad como modelo contrario a lo que se espera de los individuos en el endogrupo. Hoy, en Occidente, el enemigo ficticio ha variado en fechas recientes. Se ha trasladado desde el comunismo como sujeto amenazante, pero ya muerto, a los elementos que permitieron su aparición: la pobreza y la miseria; una amenaza que está presente en cualquier lugar, que «es difusa y está territorializada también en los espacios de la modernidad triunfante» (Naïr, 2010: 79).

No obstante, y como se analizará críticamente en el siguiente apartado, al igual que no puede hablarse de una identidad propia y homogeneidad distintiva del endogrupo, tampoco puede hacerse referencia a un exogrupo para incluir en él a todas las personas extranjeras, sino que hay que incluir en el debate a exogrupos, en plural, teniendo en cuenta además que como todo exogrupo es en sí un endogrupo para sus miembros, ninguno de ellos gozará tampoco de una identidad única que le sea característica.

3. Respuestas diferentes en la acogida de personas desplazadas: una cuestión de identidad y de racismo cultural subyacente

Conforme a la teoría de la identidad social, si un colectivo considera que las características percibidas de otro grupo se asemejan a las creídas como propias, se pierde la distintividad y, por lo tanto, la motivación de pertenecer a aquel. En ese caso, las conductas de sus miembros serán menos reacias a la unión. Sin embargo, en el caso contrario, es decir, cuando la supuesta «identidad» endogrupal choca con la presunta homogeneidad exogrupal, existe una distintividad que fomentará en los miembros del primero y en sus élites determinadas actitudes y la adopción de conductas reaccionarias en defensa de su idiosincrasia con el fin último de evitar que su «identidad» sea alterada por elementos extraños no deseados.

Si se tiene en cuenta que no existe la homogeneidad intragrupal y que la identidad endogrupal es un mito, se observará una diferente respuesta social e institucional ante las distintas personas desplazadas que llegan a las sociedades de acogida. Existirá, por lo tanto, una jerarquía étnica que incluirá en su cúspide a aquellos grupos más parecidos en las características percibidas a la sociedad receptora, mientras que serán relegados al último escalafón aquellos colectivos cuya apariencia o supuesta homogeneidad les otorgue la condición de enemigos por suponer una amenaza y un peligro para el endogrupo. No es más que un ejemplo de lo que De Lucas describe como «racismo diferencial» (De Lucas Martín, 1996, p. 103), es decir, aquel que ha dejado de lado el supremacismo biológico anticientífico para dar paso a un racismo cultural asentado en la cuestión de identidad y que impregna las políticas migratorias.

3.1. Actitudes y comportamientos de las sociedades receptoras: el parecido como elemento clave en la respuesta social a la persona desplazada

La comunidad imaginaria creada por el capitalismo y la imprenta a la que hacía referencia Anderson para explicar el surgimiento artificial de las naciones entre personas diferentes, separadas en el espacio y desconocidas entre ellas sigue persistiendo con los mismos ingredientes, pero con la aparición de otros elementos y de unas nuevas tecnologías que refuerzan todavía más la capacidad para imaginar una comunidad ficticia. La llegada de la televisión y, recientemente, de internet y sus múltiples plataformas para la comunicación y socialización virtual crean la sensación de un nosotros particular y diferencial dentro de los Estados-nación en su objetivo de lograr la homogeneización cultural deseada para sustentar su hegemonía.

El papel de los medios de comunicación de masas es, por tanto, fundamental para fomentar la creencia dogmática de una idiosincrasia o cultura propia y única, y lo es también en la construcción del enemigo y del discurso social contra el mismo. Podríamos incluso afirmar que se trata del elemento hipnótico al que LeBon atribuía la causalidad de la aparición de un alma colectiva como multitud anónima en el que el individuo cede a instintos que, de forma aislada, refrenaría forzosamente, debido a que se diluye la responsabilidad tanto individual como colectiva; un lugar en el que, según Freud, «lo heterogéneo se funde en lo homogéneo» (2010: 12-14).

En efecto, a través del lenguaje del que se sirven dichos medios no solo se describen hechos, sino que se actúa sobre la conciencia de la audiencia a la que va dirigido el mensaje, y lo hace tanto individual como colectivamente. Así, diversos estudios han analizado las emociones suscitadas en la sociedad receptora por parte de los medios, el tipo de amenaza percibida ante las personas migrantes, y las conductas resultantes derivadas. Si bien el miedo puede llevar a comportamientos de evitación, y la culpabilidad a un acercamiento, el enfado suele predisponer en mayor medida a las personas para actuar de forma agresiva (Abeywickrama, Laham y Crone, 2018). El discurso del odio en el espacio público es un ejemplo de esto último, como también lo es, en general, el empleo de términos mediáticos para describir el desplazamiento como si de una catástrofe natural se tratara. Las migraciones se han caracterizado recientemente en Europa como «avalancha», «crisis», o «marea» y no es infrecuente el uso de otras palabras como «invasión», «asedio» o «ilegalidad» que dan pie, principalmente, a sentimientos de miedo y odio que provocan la exclusión y marginación, y la exteriorización de conductas de agresión, respectivamente, con relación a las personas migradas.

La respuesta de la sociedad receptora también se ve influida por el empleo de la inmigración como arma política en las campañas electorales. En su análisis de las amenazas percibidas en el lapso de diez meses por parte de la sociedad de Flandes, en Bélgica, con motivo de las elecciones municipales, De Coninck y Joris concluyeron que la sensación de peligro relacionada con la llegada de personas migrantes aumentó significativamente en dicho periodo fundamentalmente debido a la consideración de la inmigración como un problema en aquella campaña y al incremento de noticias en los medios en las que se mostraba a las personas desplazadas como posibles causantes de situaciones violentas o inseguras (2021). En cambio, y como sugiere otro estudio, cuando el debate político o las políticas de inmigración diseñadas por las autoridades tienden hacia la acogida de las personas migrantes y a su valoración positiva, la población étnica mayoritaria suele mostrar, a su vez, una actitud de mayor aceptación de la persona desplazada (Huo, Dovidio, Jiménez y Schildkraut, 2018).

Ahora bien, como se advertía anteriormente, el colectivo de personas etiquetado bajo el término «migrante» no es homogéneo aunque la mayor parte de los estudios investiguen la relación entre aquel y la sociedad de acogida como si de dos elementos estancos se tratasen. Prueba de su heterogeneidad es la diferente respuesta que se otorga a las personas recién llegadas, en función de su origen o, mejor dicho, de su semejanza percibida con respecto a la supuesta identidad de la sociedad receptora. La existencia de una jerarquía étnica se hace evidente cuando se observa una disposición hacia la acogida de aquellas personas o colectivos que, en apariencia, se asemejan a las comunidades nativas, mientras que se desarrollan conductas de rechazo o marginación con respecto a aquellas que se separan más de su supuesta «identidad» propia y distintiva. Para Ford, el rol de las diferencias culturales percibidas es un factor determinante del rechazo pública de la inmigración, lo cual implícitamente quiere decir que aquellas personas o colectividades catalogadas como más distanciadas del nosotros serán consideradas las más problemáticas (Ford, 2011).

3.2. La respuesta institucional en la Unión Europea: la protección de una «identidad» común por encima de la protección de las personas

El territorio de la Unión Europea ha sido descrito metafóricamente como una fortaleza por el celo con el que las instituciones comunitarias pretenden evitar que fuentes externas alteren la imagen idílica de civilización con la que se presenta ante la comunidad internacional y ante la propia ciudadanía de sus Estados miembros. Se trata de preservar valores como la democracia, el imperio de la ley, la libertad, la igualdad y la protección, respeto y garantía de los derechos humanos. Así, y continuando con un lenguaje metafórico, la política migratoria comunitaria parece jugar un papel sanitario que busca evitar que las sociedades europeas se contagien de elementos que puedan erosionar su supuesta homeostasis orgánica. Solo así se entiende su obsesión por el control en detrimento de la protección de las personas desplazadas.

¿Quién puede manchar la pulcra y sagrada civilización europea? ¿Quién es, por tanto, su enemigo? La respuesta es simple: todo aquel grupo que se separe aparentemente de aquella imagen idílica y fantasiosa. Lo serán, por tanto, aquellas personas que se hallan en una situación de pobreza que choca con la idea de progreso y desarrollo económico europeo. Nos encontramos aquí, como ejemplo paradigmático, a las personas en situación irregular. Si no se puede proceder a su expulsión, se les confina a una subsistencia carente de dignidad sin permiso de residencia y sin poder trabajar fuera de la economía informal. Abocadas a la posible explotación, y a estrategias de aculturación de exclusión o separación, su integración no es más que una quimera. También lo son aquellas pertenecientes a comunidades o exogrupos que en apariencia difieren en mayor grado de los ideales considerados como propios y distintivos del espacio europeo. La respuesta diferenciada de la Unión y de sus Estados miembros a las personas refugiadas es un ejemplo elocuente de ello.

Note de bas de page 1 :

Datos actualizados al día 10 de abril de 2022 en el portal estadístico del ACNUR, y disponibles en: https://data2.unhcr.org/en/situations/ukraine.

La reciente invasión rusa del Estado ucraniano, que ya ha desplazado a más de cuatro millones de personas hacia el territorio de Estados miembros de la Unión según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados,1 ha obtenido una rápida respuesta comunitaria para acoger a las personas refugiadas por el conflicto. De hecho, en menos de una semana desde el inicio de la agresión, la Comisión Europea activó la Directiva 2001/55/CE, conocida como la «Directiva de protección temporal», con el objetivo de dotar de una protección temprana y accesible a las personas ucranianas desplazadas. Conviene puntualizar aquí que es la primera vez que se aplica esta normativa, que se promulgó hace más de dos décadas con motivo de la situación humanitaria vivida en los Balcanes durante la última década del siglo pasado.

Por aquel entonces, los distintos países de la Unión Europea adoptaron medidas específicas para la acogida y protección de personas refugiadas de las zonas afectadas por las guerras en la antigua Yugoslavia. Faltaba, sin embargo, un instrumento que armonizase las distintas respuestas estatales ante desplazamientos significativos de personas en casos de conflicto. La directiva, por tanto, tuvo como objetivo dotar a la Unión y a los Estados miembros de unas «normas mínimas para la concesión de protección temporal en caso de afluencia masiva de personas desplazadas procedentes de terceros países que no pueden volver a su país de origen y fomentar un esfuerzo equitativo entre los Estados miembros para acoger a dichas personas y asumir las consecuencias de su acogida», tal y como puntualiza su primer artículo. El contenido de la protección otorgada hoy a las personas ucranianas en virtud de la directiva incluye, entre otros, el acceso al territorio comunitario sin necesidad de visado o documento de viaje válido, la autorización de residencia y trabajo de un año de duración y prorrogable hasta tres sin necesidad de solicitar asilo, así como entrar en el sistema de acogida y la agilización del procedimiento de protección internacional.

El hecho de que esta directiva se aplique hoy solo a «los nacionales ucranianos» y a «las personas apátridas y nacionales de terceros países distintos de Ucrania que gozaran de protección internacional o de una protección nacional equivalente en Ucrania antes del 24 de febrero de 2022», así como a «los miembros de sus familias», pero no a las personas de terceros países que residieran en Ucrania marca ya una diferenciación en el trato a las personas desplazadas. Si a ello le sumamos que, como se ha advertido en el párrafo anterior, esta normativa nunca se había aplicado hasta marzo de 2022, a pesar de la llegada de numerosas personas de terceros Estados en conflicto como Siria o Libia, entre otras muchas, vuelve a incidir en la distinción que se hace entre las personas extranjeras o inmigrantes deseables y aquellas a las que la Unión Europea prefiere mantener al margen, fuera de su fortaleza; todo ello sobre la base de su aparente semejanza al nosotros.

La denominada «crisis de los refugiados» de 2015 fue más bien una crisis de valores o una crisis institucional de la Unión Europea con motivo de la llegada de personas que huían de la guerra en Siria. Aquello puso de manifiesto el rechazo de las instituciones comunitarias y de los Estados miembros a personas de colectivos cuyas características percibidas distaban mucho de los rasgos comunes que supuestamente subyacen a la presunta homogeneidad de las sociedades europeas. En lugar de acogida y protección, se adoptó una postura de seguridad y de externalización fronteriza que tuvo como uno de sus elementos principales el acuerdo con Turquía de 2016 que buscaba reducir drásticamente la llegada de personas sirias a territorio comunitario desde aquel Estado. Este posicionamiento fue trasladado a la población a través de los medios de comunicación con terminología propia de catástrofes naturales, que incidió en el miedo y rechazo al otro.

Note de bas de page 2 :

EUobserver (2015). EU states favor Christian migrants from Middle East (21 de Agosto de 2015) [recurso electrónico disponible en: https://euobserver.com/rule-of-law/129938].

Por aquel entonces, los gobiernos de Eslovaquia, Hungría o Polonia aludieron a su compromiso de acoger a personas cristianas. Según el entonces ministro del Interior eslovaco, su país, cristiano, podía dar ayuda a las personas cristianas provenientes de Siria. La que en aquel momento era la primera ministra de Polonia, Ewa Kopacz, y hoy vicepresidenta del Parlamento Europeo, también aludió al deber cristiano de Polonia con respecto a la población cristiana desplazada. Viktor Orban, primer ministro húngaro, recientemente reelegido, empleó unas palabras que ejemplifican a la perfección el identitarismo, la supuesta homogeneidad entendida como dogma, y el mensaje de peligro y amenaza de personas que pueden robar a Europa y a Hungría de su «identidad»: «noss gustaría una Europa que pertenezca a los europeos… para preservar la Hungría húngara».2

Hoy, Polonia y Eslovaquia, por ejemplo, abren sus puertas, las puertas de la fortaleza, a personas ucranianas sin necesidad de que lleven consigo un pasaporte o documento de viaje. El mismo Estado polaco que en septiembre de 2021 declaró el estado de emergencia como reacción al aumento de llegadas de miles de migrantes, principalmente de origen iraquí, que fueron usados por Bielorrusia para procurar desatar una crisis institucional en la Unión Europea.

Note de bas de page 3 :

Propuesta de Reglamento del Parlamento Europeo y del Consejo relativo a las situaciones de instrumentalización en el ámbito de la migración y el asilo, COM (2021) 890 final, 14 de diciembre de 2021 (énfasis del autor).

Esta organización, en apoyo a Polonia y otros países implicados en este contexto como lo son Lituania, Estonia y Letonia, respondió también con un discurso de seguridad frente a una amenaza y tanto el Parlamento Europeo como el Consejo lanzaron una propuesta de reglamento para abordar «situaciones de instrumentalización de la migración y el asilo» que permite limitar la aplicación del Sistema Europeo Común de Asilo en este tipo de casos. El documento es elocuente cuando menciona, entre las razones para su adopción que terceros Estados tienen un rol cada vez más relevante para «crear y facilitar artificialmente la migración irregular, utilizando los flujos migratorios con fines políticos para desestabilizar la Unión Europea y sus Estados miembros, [lo cual] constituye un fenómeno muy preocupante».3

Solo han pasado pocos meses entre la llegada de miles de personas procedentes de Estados asiáticos o africanos a Polonia y el desplazamiento de millones de personas ucranianas a ese mismo país. La respuesta no ha podido ser más diferente a nivel institucional, tanto de los Estados miembros como aquel, como la de la Unión Europea. De declarar un estado de emergencia y proponer un reglamento para permitir la limitación de derechos, incluido el de asilo, a activar por vez primera un mecanismo de protección que levanta el muro de obstáculos del procedimiento de asilo y de las normativas de extranjería de los Estados miembros para garantizar la entrada, permanencia y protección de las personas nacionales ucranianas.

Conclusiones

La teoría de la identidad social de Tajfel y Turner pretende explicar cómo influye en el individuo su pertenencia a un grupo, el endogrupo, o al alma colectiva al que alude LeBon para abordar la psicología de las masas. Todo ser humano necesita pertenecer; es algo inherente debido a nuestra dependencia en otras personas y colectividades. El problema radica en la exclusividad de dicha membresía, es decir, en el carácter excluyente de las comunidades que en busca de su distintividad propia generan una supuesta «identidad» única que les es propia, un mito basado en una presunta homogeneidad impuesta a la fuerza.

Esa cuestión identitaria es problemática por cuanto manifiesta la ficción de que los grupos humanos son categorías distintas, compartimentos estancos claramente diferenciados. El nacionalismo se presta a alimentar aquel mito identitario como postura reaccionaria y defensiva basada en la ficción de la identidad y homogeneidad de una masa de grandes dimensiones con una misión determinada y marcadamente diferenciada a otros grupos que no puede ser alterada o contagiada por elementos extraños, como lo podrían ser personas, culturas o ideas que debiliten el pensamiento sobre el que se sustenta aquel mito. Por ello, ese nacionalismo ha institucionalizado el desplazamiento humano y lo ha etiquetado como problema que ha de ser solventado mediante su restricción mediante el uso de la ley, y a través de mensajes tanto en medios de comunicación como en discursos públicos que enfatizan su carácter pernicioso para la supuesta unidad nacional.

En efecto, desde esa postura, la interculturalidad o la diversidad cultural ponen en peligro la ficción nacional que nutre el nacionalismo sustentada en fantasías y elementos irracionales. Son un verdadero obstáculo para fomentar la homogeneidad y distintividad forzada. Pero no son el enemigo de la sociedad, sino una salida al verdadero peligro y amenaza de toda comunidad: el identitarismo que categoriza a personas por su origen y que las acepta o rechaza en función de su semejanza o diferenciación con respecto a la norma establecida.

El camino para la paz y la cohesión social es la aceptación del desplazamiento humano como un elemento tan inmanente para el ser humano como su necesidad de pertenencia. El establecimiento de grupos es fundamental para el desarrollo humano y social, pero este solo podrá darse ante el verdadero reconocimiento y aceptación de las diferencias individuales existentes en el seno de toda comunidad. Solo así se garantizará el pluralismo esencial para la convivencia democrática.