Reflexiones sobre el conflicto armado en Colombia a partir del cine

Martín Agudelo Ramírez 

https://doi.org/10.25965/trahs.391

Son muchos los proyectos fílmicos recientes en los que se muestra la cruenta realidad que ha irrumpido en un país constantemente atormentado por el olvido de sus habitantes, y en donde aparecen comprometidos su fuerza pública, guerrilla y paramilitares, en medio de una población civil que resulta ser la gran damnificada, debido a diferentes causas como: falsos positivos, desplazamientos forzados, desapariciones y reclutamientos indebidos de menores.

Many recent films made in Colombia allow us to understand the tragedy of conflict in this country constantly tormented by violence. Colombians need memory, because wars are a great tragedy. The victims, guerrillas, paramilitaries appear committed serious violations of human rights (false positives, forced disappearances). Film helps to understand better and to find solutions in the midst of such horror.

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Introducción

El extremo septentrional de Suramérica es un lugar pródigo. Un auténtico paraíso, hasta el presente azotado por una plaga de muerte causada por el odio y la indiferencia. La ciudad de Babel se alza entre los actores armados de un conflicto singular, todos ellos perdidos en el horizonte, sin capacidad alguna para justificar sus luchas.

El arte, ciertamente, es un instrumento importante para registrar esas huellas infaustas que se hacen presentes en un espacio extraordinario como es el suelo colombiano. En este contexto, el cine se constituye en una pieza valiosísima para emprender una aproximación sobre la crudeza de un conflicto dantesco. Son numerosos los proyectos fílmicos recientes que muestran la cruenta realidad que ha irrumpido en Colombia; un país constantemente atormentado por el olvido de sus habitantes y en los que aparecen comprometidos fuerza pública, guerrilla y paramilitares en medio de una población civil que resulta ser la gran damnificada.

Cuando se ha pretendido ilustrar la crudeza del conflicto armado, tanto el cine de ficción como el documental han entregado piezas valiosas para dar un testimonio imprescindible en el deber de memorar. Profusos directores y productores, en Colombia, han intentado retratar el conflicto a través de varias películas con un toque “neorrealista”.

Este trabajo hace un reconocimiento a la labor emprendida por los realizadores colombianos, que han dejado un testimonio importante al deber de memorar. Se hará énfasis en el cine sobre la última etapa del conflicto armado, en especial, en lo concerniente a los rostros de las víctimas, el accionar paramilitar y los desplazamientos, los dramáticos casos de falsos positivos, y la violencia contra niños.

1. Un pródigo testimonio fílmico

El cine colombiano, en numerosas ocasiones, ha sabido manifestar una estética del horror, y también ha sido una pieza invaluable para asumir el deber de hacer memoria. Los registros con los que ya se cuenta son importantes. Siguen sin agotarse, aunque finalmente el intérprete encuentre lugares comunes para su análisis. En las primeras dos décadas del nuevo milenio, pródigos registros fílmicos se han constituido en testimonio de primera mano para entender las diversas peculiaridades de un conflicto sin igual. Las películas han puesto en evidencia el recrudecimiento de la violencia a partir de los noventa, generando conciencia. Un espectador crítico emerge, luego de examinar unos filmes que han terminado por situarnos ante un espejo que enrostra nuestra propia vergüenza. Y esa cobardía que nos aflige no es otra cosa que la tragedia de no poder negar nuestra responsabilidad compartida.

El tratamiento que haga el séptimo arte resultará decisivo en esa búsqueda de responsabilidad. El cine de los últimos años ha enseñado la aspereza de un cruento conflicto circular que se extendió a lo largo y a lo ancho del país; el impacto es inevitable. Vale la pena destacar que hay películas que posibilitan inspeccionar la continuidad de los distintos tipos de violencia presentes a lo largo de la historia.

Existen numerosos films lúcidos que enseñan que hay una hediondez insoportable en el entorno, y en los que la circularidad horrenda se exterioriza. Sobre todo, quienes habitan en la periferia están perdidos. Como bien lo ha retratado el séptimo arte, hay un espacio cerrado que atrapa a la gente frágil y que termina por sacrificarla. El cine nos entrega interesantes piezas para ser evaluadas. En este sentido, a modo de referente, vale la pena destacar el guión construido para el lúcido cortometraje animado Ruta natural (Andrés Huertas, 2014) y las fracturas que se enrostran en la película La sociedad del semáforo (Rubén Mendoza, 2010).

El corto de Andrés Huertas, en un género experimental, provoca un importante impacto visual y auditivo. El joven director nariñense expresa muy bien en su trabajo fílmico animado computarizado, de dos minutos aproximados, su visión sobre el conflicto armado en Colombia. Una mancha negra, envolvente, se cierne sobre unos niños que corren y juegan con un avión de papel, y que antes de encontrarse con la desgracia habitaban un entorno verde, especialmente esperanzador. La violencia corta los sueños de unos inocentes, en medio de unos círculos trágicos.

En La sociedad del semáforo, film rodado con actores naturales, se advierte un testimonio imprescindible para evaluar esa circularidad trágica presente en los habitantes de la calle en las ciudades colombianas. La película muestra el entorno propio en el que se desenvuelven unos desamparados peculiares, como son los indigentes. Su marginalidad les ha asegurado un espacio para el olvido, en las calles de una gran urbe como Bogotá. La película pone de presente la vergüenza de la marginación de los habitantes de la calle, lugar reservado para muchos de los desplazados que no esperan ser beneficiados por la memoria. Esta es la tragedia de Raúl Tréllez (Alexis Zúñiga), un reciclador desalojado por la violencia en el Chocó que junto con sus otros compañeros de la calle construye un espacio alternativo.

El cine colombiano contemporáneo es un testimonio valioso de enseñanza sobre el alcance de la violencia en las últimas décadas. Muestra en qué términos la población civil ha sido afectada por el actuar demencial de los múltiples actores armados del conflicto. Revela, además, la ausencia y debilidad del Estado colombiano en cuanto al manejo de ese mal endémico que se ha alojado por tantos años, sin que haya podido extirparse. A partir de diversas piezas fílmicas se comprende la política como ausencia y como defecto; se avizora una política que no se hace visible en la vida cotidiana para salvaguardar las libertades y que ha sido bastante indiferente frente al actuar de los actores armados no estatales.

Una tierra salvaje se impone en un espacio en donde el Estado siempre debió hacerse presente. Las palabras con las que se introduce el documental Impunity resultan inolvidables para intentar comprender las condiciones propias de un territorio habitado por el mal: “En esta selva no hay Estado, aquí hay guerra. Desde siempre. Guerra civil, un conflicto armado interno, amenaza terrorista, lucha ideológica. Los extremos: izquierda, derecha. Los mismos métodos: competencia de crueldad” (Impunity, Hollman Morris y Juan José Lozano (dirs.), Colombia, 2011).

El cine ha sabido retratar muy bien ese espacio bestial a través de unos recursos “estéticos” que hacen visible el horror. El testimonio fílmico seguirá presente. Los realizadores de películas actuales, a través de sus obras, han asumido como regla de oro el deber de informar y de denunciar sobre lo que ha sucedido en el país. Numerosas películas, en la modalidad de ficción, y significativos documentales se destacan como pruebas representativas del tema en estudio. Todos esos textos fílmicos posibilitan entender por qué la violencia se aloja de manera circular en la ancha geografía colombiana y la necesidad de configurar una memoria. Se relacionan, entre otros, los films siguientes: Como el gato y el ratón (Rodrigo Triana, 2002), Primera noche (Luis Alberto Restrepo, 2003), La sombra del caminante (Ciro Guerra, 2004), Heridas (Roberto Flores Prieto, 2006), La pasión de Gabriel (Luis Alberto Restrepo, 2009), Retratos en un mar de mentiras (Carlos Gaviria, 2010), La sociedad del semáforo (Rubén Mendoza, 2010), Los colores de la montaña (Carlos Arbeláez, 2010), Impunity (Hollman Morris y Juan José Lozano, 2011), Silencio en el paraíso (Colbert García, 2011), Postales colombianas (Ricardo Coral Dorado, 2011), Pequeñas voces (Jairo Carrillo, 2011), Todos tus muertos (Carlos Moreno, 2011), Porfirio (Alejandro Landes, 2011), La Sirga (William Vega, 2012), El páramo (Jaime Osorio Márquez, 2012), Carta a una sombra (Daniela Abad y Miguel Salazar, 2015), Alias María (José Luis Rugeles, 2015), Violencia (Jorge Forero, 2015).

El cine hace visible lo que desde las instancias de poder es invisible. El material es abundante. Encontramos cine sobre falsos positivos, desplazados, desapariciones forzadas, despojos de tierras, matanzas, violencia contra la mujer, reclutamiento de niños, etc. Películas como las relacionadas dejan entrever que hay un país dominado por la amnesia causada por la apatía de unas instancias de poder sin horizontes claros. El séptimo arte ha sabido retratar la presencia de una sociedad fragmentada e indiferente. Por esto, es importante celebrar las apuestas fílmicas que se han hecho; todas ellas contribuyen a que se configure una mayor consciencia sobre nuestras apuestas políticas y direccionamientos éticos que son inexcusables.

2. El papel de la víctima

En lo que concierne a la víctima, son notables los proyectos cinematográficos emprendidos en los últimos años. Algunos de ellos han introducido, con actores naturales, personajes inolvidables que ponen en evidencia su propio dolor. Son varios los directores comprometidos que evalúan el conflicto colombiano de manera crítica y profunda, destacando de manera significativa el papel de la víctima. El cine reconoce el sufrimiento de los hijos de una tierra que grita desde lo más profundo de sus “entrañas”. Como ejemplos notables se destacan los recientes films Porfirio (Alejandro Landes, 2011) y La Sirga (William Vega, 2012). Ambas películas, a través de sus planos, interpelan dando cuenta del registro de la violencia en los rostros y miradas de sus protagonistas.

Porfirio relata una historia real. La película muestra los momentos vividos por una víctima del conflicto (Porfirio Ramírez Aldana) antes de tomar una decisión generada desde su desesperanza. El personaje decide secuestrar un avión. Su propósito era reclamar por la falta de atención oportuna en su caso. Antes había demandado al Estado por la discapacidad originada a raíz de un acto violento en el que al parecer estaban comprometidos agentes estatales. El film de Landes, rodado en Florencia (Caquetá), no se centra en ese último acto de justicia por mano propia ejecutado por Porfirio. Su propósito fundamental, a través de números primeros planos, es mostrar a un “ser común” en su vida cotidiana, atrapado por los límites de su cuerpo, y sin que se tengan que realizar juicios de reproche, que son los que posteriormente hará la institucionalidad.

La película dirigida por Landes, ante el público, expone el dolor de una víctima del conflicto. Lo hace mediante un enfoque bastante intimista. El film sabe retratar los detalles propios de las distintas facetas de un ser humano que, aunque marcado por la desesperanza, se resiste a renunciar a sus sueños. Porfirio lucha por vivir y desafía las condiciones hostiles en las que se encuentra, debido a la invalidez que le causó un acto de violencia. La película de Landes es una lección que sabe situar a la víctima, pudiéndose apreciar en unos planos estáticos inolvidables. Se avizora un auténtico espejo en el que podrá reflejarse el rostro de un ser bastante atribulado.

La Sirga presenta la historia de Alicia (Joghis Seudin Arias), una campesina víctima del conflicto. Su familia ha sido masacrada. Alicia huye luego de presenciar la muerte de sus padres y el incendio de su casa causados por actores violentos; pretende encontrar en un hostal en ruinas, “La Sirga”, un espacio para reconstruir su vida. En ese sitio, ubicado en los alrededores de la laguna de La Cocha, de propiedad de su tío Oscar, la adolescente busca erradicar el dolor que la ha perseguido. Sin embargo, la sombra de la violencia seguirá siendo compañera inseparable de la joven. La película no “muestra” directamente. Hay un paisaje que permite comprender lo que le está sucediendo a Alicia, sin que se tenga que explicitarse una narrativa de diálogos. Esto, precisamente, es uno de los recursos más significativos de la notable película en comento.

En La Sirga la metáfora se enseña a través de un rostro y de sus silencios. La profunda soledad de la protagonista se hace palmaria. La película de Vega, a través de las miradas y los mutismos de los personajes, da cuenta de una fotografía que abre paso a una alegoría sobre el efecto propio de la amnesia causada por la violencia. No se hace imperioso demostrar el dolor en las voces humanas; no se requiere enunciar un sinnúmero de palabras para entender el miedo que invade íntegramente a Alicia. Más valen las imágenes, y Vega logra enseñarlo.

Los directores colombianos, de manera recurrente, tratan a la víctima como un ser condenado por la desmemoria y sin posibilidad de ser escuchado por “una dirigencia que abdicó de la historia, que no siente el llamado de la tierra, la grandeza de una tradición, la necesidad de símbolos compartidos” (Ospina, 2013: 230). Ciro Guerra, en este sentido, ofrece una mirada bastante peculiar de la víctima en la alegórica La sombra del caminante (2004), una película que “[…] traslada el sentido y las implicaciones del conflicto colombiano a los desheredados de la fortuna que deambulan con gesto atribulado por las calles de Bogotá” (Osorio, 2010: 39).

La sombra del caminante, filmada en video digital, es una historia en la que no se recurre, como lo comenta el director a “balas, rifles, ejércitos en combate, muertos”. Un guión inteligente es suficiente, en compañía de una banda sonora bella, ambientada por un piano, para que el espectador reconozca un propósito: mostrar la crudeza de un conflicto que ha provocado profundas honduras.

Las vidas de dos hombres solitarios, víctima y victimario, se cruzan en la película. El primero es Mañe (César Badillo), un hombre discapacitado, habitante de un inquilinato en Bogotá. En el cuerpo de Mañe se registra una secuela irreversible; ha perdido una pierna. Aunque ha sobrevivido, el hombre lisiado se siente como una persona “muerta”. El otro personaje, sin nombre, es un silletero de la calle (Ignacio Prieto), un ser atormentado por un mundo de tonalidad manifiestamente gris; es un hombre solitario y testigo presencial de la violencia, interlocutor constante de Mañe durante el desarrollo del film. Ambos son seres que buscan superar su aislamiento profundo en medio de constantes encuentros y desencuentros. Las voces de la tragedia se desatan, máxime cuando sus desventuras provienen del fuego cruzado de grupos disímiles al margen de la ley.

En realidad, Mañe dialoga con un hombre a quien no se le ha ofrecido ningún tipo de alternativa para reconstruir su vida. Las palabras, bastante aciagas, del personaje interpretado por Badillo, revelan una manifiesta marginalidad. Esto lo confirma magníficamente la escena en el cementerio, cuando Mañe hace una confesión sobre lo que piensa acerca de la crudeza de una violencia absurda que ha generado demasiado dolor y que ha convertido a los sobrevivientes en unas sombras.

Yo sí que conozco la muerte. Lo que necesita uno en este país para enriquecerse es montar un cementerio privado, hermano. Sobran los clientes como mi papá y mi mamá […] los descuartizaron, los colgaron después allá frente a la casa.

[] Dijeron primero que eran guerrilleros, después que no, que paracos, después que narcos, después que… que el ejército. Pero al fin de cuentas lo que uno sabe es que están muertos, hermano, como yo. (Guerra, 2014).

En un país marcado durante tantos años por la desdicha, y en donde los vivos se sienten “más muertos” que los propios “muertos”, como lo señala el silletero de la película de Ciro Guerra, las víctimas tienen sus propias maneras de afrontar su padecimiento. Pero la mirada de Mañe se cruza con la comprensión que tiene ese otro singular personaje protagónico, un hombre con un pasado igualmente trágico. El silletero, habiendo pertenecido a un grupo armado al margen de la ley, deja la hipocresía; habla sin tapujos, explicando la compresión que tiene sobre la violencia en el país y exteriorizando en qué medida lo ha afectado. Su testimonio de víctima directa no puede disociarse del hecho de haber infligido igualmente sufrimiento; la culpa le acecha.

El silletero se ha convertido en un espectro. No encuentra en la urbe un espacio que le acoja y redima. Su dolor le permite tener una experiencia que determina una mirada peculiar sobre la manera de diferenciar el muerto y quien sigue viviendo, como lo manifiesta en la escena del cementerio. “Los muertos cagados de la risa allá en el infierno y los vivos que se quedan esperando a ver qué les toca”. El reconocimiento de la muerte, por parte de ese singular personaje, habrá de ser un referente básico para generar conciencia de las condiciones con las que se vive actualmente: “ser muerto colombiano es un orgullo que cuesta”.

La voz de quien lleva su silla a cuestas, en la película de Guerra, será la voz de ese “otro” indispensable para que el lisiado pueda escucharse. Será, asimismo, un puente para la interlocución, indispensable para que haya conciencia y se pueda rememorar. Y si bien hay un profundo resentimiento, posteriormente, en el film se muestra que la muerte es un momento especial para que el perdón pueda alojarse.

¡Qué paradoja ¡ ¿Por qué envidiar la muerte, como trágicamente se describe en La sombra del caminante, pese a que tenemos un país desbordado en recursos, suficientes para que sus habitantes puedan vivir bien? La víctima del conflicto, desde la presentación que hace Guerra, no tiene esperanza. Sólo a través del diálogo entre los personajes protagónicos de la historia se va construyendo un encuentro de experiencias, siendo el dolor una constante en su desarrollo. Por esto uno de ellos expresa: “Sólo queda el recuerdo y nosotros”. La nada invade a la víctima. Esta se siente sola; y lo que más preocupa, en principio, es que no se otean soluciones decisivas para encarar el problema.

Muchas interpretaciones caben a la hora de evaluar el final del film de Guerra, siendo inevitable preguntar por las posibilidades que se tienen de poder cambiar las vidas de unas personas que, por culpa de la violencia, se han convertido en unos espectros ignorados por el resto de la sociedad.

3. Desplazamientos forzados y violencia paramilitar

Los temas de desplazamientos forzados y matanzas campesinas a manos de grupos paramilitares son ilustrados en la película Retratos en un mar de mentiras (Carlos Gaviria, 2010). Este es un film de ficción sobre una de las manifestaciones más dramáticas del conflicto: los rostros de las víctimas desplazadas por la violencia causada por los paramilitares.

La película neorrealista de Gaviria presenta el drama de una joven desalojada de su hogar. Su familia fue masacrada cuando aún era niña. El desplazamiento marcará el destino de Marina. El personaje interpretado por Paola Baldión representa al desplazado que es lanzado hacia una ciudad inhóspita, poco acogedora, y que nunca podrá sentir como suya.

Marina es un símbolo del dolor causado por la violencia proveniente de un conflicto absurdo, que la ha dejado muda y amnésica. Hace parte de ese gran grupo de desplazados del campo que engrosan los cinturones de miseria de las ciudades. La joven es un ser a quien el terror le ha robado la identidad. El rostro de la víctima se encuentra sumido en un padecimiento extremo.

Los desplazados podrían identificarse con los seres anónimos y perdidos en la ciudad, presentados por Mario Mendoza, como seres de “mirada extraviada, idos, famélicos, que no reconocen a nadie, que no hablan, que parecen no tener memoria”, seres que “no tienen futuro, que no van hacia ninguna parte”, que son rechazados en una ciudad ya que “reflejan horrores que no nos son desconocidos”, y también con aquellos “seres fantasmales que arrastran su presencia negra a lo largo de las avenidas o que dormitan debajo de los rascacielos, y que ya no son como nosotros” (Mendoza, 2013: 208-209).

No obstante ese signo trágico presente en el rostro de una persona desplazada por la violencia, Retratos en un mar de mentiras muestra una variable provocada por la resistencia de la víctima. La protagonista no se queda inerme. Marina lucha contra el olvido forzado por los violentos. Trata de memorar, buscando recuperarse de su amnesia. Marina busca recuperar una identidad perdida por causa del accionar paramilitar que la arrojó a un lugar en el que no podrá reconocerse.

Luego de la muerte del abuelo (Edgardo Román), Marina y su primo Jairo (el fotógrafo ambulante, interpretado por Julián Román), emprenderán en un pequeño carro, viejo y destartalado, un viaje de regreso hacia esa tierra de donde fueron despojados de sus sueños. Ambos recorrerán unos extensos caminos por el territorio colombiano. Hay un viaje desde el sur de Bogotá hasta un pueblo del Caribe, que se realiza con el propósito de recuperar lo que los violentos se robaron.

Marina y Jairo viajan por las carreteras de un país fastuoso: un lugar de montañas imponentes, de formas geométricas únicas y con un verdor intenso que confirma la riqueza de los suelos; un sitio paradisíaco de ríos cristalinos; un jardín con flora y fauna variadas. El personaje interpretado por Román expresa muy bien ese sentimiento de reconocimiento de la magia del país en el que habita. Jairo, en medio de su contemplación de una hermosa catarata, manifiesta con contundencia: “Este país es una berraquera. Por más que intentemos cagárnoslo, no podemos. Que vividero tan bueno”. (Gaviria, 2010).

Jairo no pierde su sensatez. Tiene la inteligencia suficiente para acudir al sarcasmo. Su inconformidad radica en no sentirse representado por un Estado constantemente ausente. Indica su insatisfacción frente a una institucionalidad manifestada a través de unos símbolos y que no ha podido ser asimilada por los habitantes de las periferias y zonas rurales. Jairo, con ironía, expresa que no entiende por qué una canción Para-parranda de Leonardo Gómez Jattin no sustituye al “Gloria inmarcesible” del himno nacional colombiano.

Los paisajes que presenta el film de Carlos Gaviria son hermosos. La posibilidad de contemplarlos, siguiendo la música colombiana con interpretaciones como las del grupo María Mulata, reconfortan durante todo el viaje de carretera emprendido por los protagonistas. Pero el sentimiento opuesto resulta inevitable cuando se muestran las enormes desigualdades existentes a lo largo del recorrido. Junto con el asombro causado por la contemplación de tanta maravilla aparece el estremecimiento que se produce cuando se observa el dolor reflejado en los rostros de numerosos seres marginados. Cuando el viaje llega a su final se impondrá lo trágico; nuevamente el actuar paramilitar sacrificará una vida más: la de Jairo.

En la película de Gaviria los protagonistas emprenden el regreso a unas tierras en las que se ha impuesto la ausencia de memoria en sus habitantes. La ciudad (Bogotá) no es el espacio para la redención de esas víctimas ya que no es su tierra prometida; pero tampoco habrá redención en el lugar de donde las víctimas fueron desalojadas. Los esfuerzos de Marina y Jairo serán infructuosos. Silencios, muerte y un mar en el que se sepulta a un desalojado cerrarán esta historia de profundo sufrimiento.

Retratos en un mar de mentiras desnuda nuestra vergüenza. En una tierra tan pródiga como Colombia ha faltado la capacidad suficiente para memorar; las víctimas están solas en su proceso de alcanzar la “verdad”; su dolor aún sigue marginado por la indolencia. Pero, no es fácil memorar cuando la trivialidad y la superficialidad se hacen manifiestas. La sociedad colombiana se encuentra manipulada por múltiples intereses, y por causa de ciertas instancias de poder sigue sin reconocer la gravedad y las dimensiones del conflicto interno. La actuación espléndida de Paola Baldión nos muestra lo difícil que resulta superar la amnesia presente en la víctima desplazada. Cualquier posibilidad de recordar y recuperar lo suyo la pondrá en un riesgo inminente. El viaje por carretera, un viaje por la memoria, concluirá en el mar, sin que se haya logrado el propósito buscado.

“¿A dónde van?”, la cumbia colombiana interpretada por María Mulata introduce una cuestión de real incertidumbre, sin que aparezcan soluciones claras: “¿A dónde van las huellas que atrás quedaron? [….] ¿A dónde van los sueños que se olvidaron tras la partida? ¿A dónde van las pisadas perseguidas por el dolor? ¿A dónde van las almas que han arrastrado con tanta vida? ¿A dónde van las lágrimas derramadas por el rencor? ¿A dónde van las sonrisas de los niños?”

Una película como Retratos en un mar de mentiras nos hace pensar en la importancia de superar una banalización que ha terminado por excluir a miles y miles de personas. El problema agrario presente en Colombia tiene que asumirse con responsabilidad. Los grupos ilegales han imposibilitado que los desarraigados de la tierra encuentren un lugar tranquilo en el que puedan recuperarse.

La problemática sobre el desplazamiento forzoso debe ser evaluada con suma responsabilidad. Para la comprensión del fenómeno son importantísimos los procesos educativos que se emprendan. Por esto, quienes trabajan en el séptimo arte tienen una enorme responsabilidad en el tratamiento de la violencia. Se trata de encarar sin evadir. Mostrar sinceramente es un reto. Retratar lo que ha sido “un mar de mentiras” es una alternativa decente para emprender un camino certero en nuestro “deber de memorar”.

4. Los “falsos positivos”

La política estatal de lucha contra la insurgencia, entre los años dos mil dos y dos mil ocho, no fue lo suficientemente exitosa. Unos decretos provenientes del Ejecutivo de entonces crearon incentivos y estímulos a favor de la fuerza pública. El deseo de algunos de sus posibles beneficiarios por mostrar resultados, en cuanto al número de “bajas” en operaciones militares, dio lugar a que se orquestara un plan macabro. Resultado final: un sacrificio horrendo de numerosas víctimas inmoladas, civiles no combatientes. Varios militares estuvieron comprometidos en las ejecuciones de jóvenes que fueron presentados como guerrilleros.

El cine colombiano ha sabido retratar ese episodio desolador del conflicto colombiano. Se trata de un suceso sin parangón a nivel mundial, y el cine encuentra en Silencio en el paraíso (Colbert García, 2011) un buen exponente. La película es un testimonio de ficción sobre los “falsos positivos”, que relata la tragedia de Ronald, personaje interpretado por Francisco Bolívar, un habitante del barrio El Paraíso, sector bastante deprimido de Ciudad Bolívar, en el sur de Bogotá.

En la película de Colbert García se narra la historia de un joven de veinte años que lucha honradamente para obtener unos ingresos que le permitan sobrevivir y darle sustento a su familia. Las condiciones del barrio en el que habita y en el que labora son bastante hostiles. Ronald consigue sus recursos por medio de un megáfono y una original bicicleta (especie de triciclo), instrumentos para realizar su trabajo en publicidad. El joven es un muchacho sencillo y bastante cálido, enamorado de una chica llamada Lady, a quien conquista con sus cartas.

El film se torna decisivamente trágico cuando la bicicleta de Ronald es hurtada por el no pago de extorsiones (“vacunas”) impuestas por jóvenes del sector. Esto incita a que Ronald busque otro tipo de trabajo. Se encuentra desesperado. En este momento, el “engaño” acabará con su sueño. El muchacho terminará siendo víctima de un “negocio” de vacantes, en el que se requerían jóvenes para realizar determinadas labores fuera de la ciudad. Ronald creyó encontrar un trabajo que aligerara provisionalmente su difícil situación económica, pero era una nueva víctima de un plan siniestro. La muerte le esperaba. El muchacho protagonista de Silencio en el paraíso es ejecutado. Cae en manos de unos militares que mataron a un sinnúmero de jóvenes presentados como bajas en combate, a cambio de obtener recompensas. Un sueño es destruido. Ha sido silenciado un paraíso configurado en los ideales de un chico que no renunciaba a ser feliz, pese al entorno hostil en el que se encontraba.

El Paraíso no era un edén en la Tierra. No obstante, las condiciones miserables del barrio, muchachos como Ronald hacen lo posible para que el paraíso sea más real en la Tierra. Con gran dosis de humor, Ronald manifestaba que El Paraíso era el “único lugar donde la gente quiere estar una encima de otra”. Estar en el Edén, desde la óptica del ingenuo muchacho, era prioritariamente un estado, más que estar rodeado de riqueza. El cariño de Lady era el paraíso buscado por Ronald. El amor le permitía escapar del “paraíso al revés”. Esto, precisamente, era lo que significaba el barrio para el chico. Hay una apuesta por una dimensión nueva. Hay una búsqueda hacia un estado en el que Ronald quería proyectarse, y en el que el joven creía que era posible encontrar su redención.

El contenido de la carta que Lady lee, cuando los dos enamorados se encuentran sentados, dándose la espalda en lo alto de un promontorio, es bastante revelador. El mensaje es claro: dejar ver el espíritu de un hombre aún no contaminado por el “mal”. Ronald se revela como un ser que no merece la privación del Edén, al menos del paraíso con el que el joven venía fantaseando.

Sin embargo, la pesadilla se impuso. No hay albergue para la felicidad. Las dichas de jóvenes como Ronald son estados pasajeros, presentes en unos seres destinados a ser olvidados definitivamente. El paraíso se esfumó: el sueño del chico terminó siendo destruido por hacer parte del grupo de los marginados. Ronald había “clasificado” finalmente; pudo pertenecer al grupo de “mano de obra” no tan “cualificada” que era el que se buscaba en el negocio de “vacantes”. De esta manera, el desenlace fatídico se va anticipando con las palabras que, antes de su partida, manifiesta el personaje central de la historia. No hay espacio para los proyectos, no es posible expresarlos.

El vaticinio lóbrego que Ronald albergaba, plasmado en la carta final que le entrega a Lady, y que esta lee cuando el joven sale de la ciudad, se cumplió. Los oscuros presagios y la espera de destino desconocido se impondrán. Aunque Ronald quiera regresar y estar entre los brazos de su amada no lo podrá hacer. El muchacho no tendrá derecho a la felicidad. Haber pertenecido a un lugar perdido y sin redención, sin presencia estatal, ha sido su gran tragedia. Los sueños de Ronald no podrán ser realizados.

El averno finalmente tomó un paraíso vinculado con un proyecto personal. Acciones imputables a agentes estatales son responsables de esta desdicha. La decadencia se impuso y el futuro se cerró para un joven que, a partir de la película, carga con la misma maldición que se cierne sobre el barrio en el que vivía. El final del film es dramático. Ronald muere. El paraíso anhelado en la Tierra ha sido sacrificado por la paranoia proveniente de unas huestes de la muerte, sin que podamos justificar jamás lo que pasó. La imagen de la mano del joven asesinado, cuando la abre y deja ver su pequeña bicicleta con la bandera tricolor colombiana, es espeluznante.

5. Los niños

Los colores de la montaña (Carlos Arbeláez, 2010) es un texto fílmico excepcional en cuanto a sus imágenes. Su fotografía tiene la fuerza suficiente para saber retratar lo que es el miedo. La película muestra, de manera dramática, el cerco que se cierne sobre unos rostros inocentes. Manuel, Julián y Poca Luz, unos niños que viven en las montañas de Antioquia, son los protagonistas de esta historia de desventuras. Los chicos aún no han sido desplazados por el accionar violento de los grupos armados, pero la región ya ha sido acorralada por la peste endémica de la violencia.

Cuando se hace una aproximación al conflicto armado desde el cine se encuentra en la apuesta de Arbeláez un testimonio invaluable. Los niños de La Pradera no entienden bien lo que está sucediendo en la zona. Día a día se reduce el número de compañeros que asisten a la escuela, los adultos viven en zozobra constante, los esfuerzos de la maestra por imponer colores de esperanza se esfuman; en últimas, hay un aire que enrarece el espacio en el que han habitado. Entretanto, Manuel, Julián y Poca Luz juegan. Mantienen sus lazos de amistad a través de sus experiencias lúdicas, y el balón será un motivo más para fortalecer sus vínculos. Pero la pelota se pierde en un campo minado; los niños la quieren recuperar y el alto nivel de tensión es inevitable para todos los espectadores que se encuentran en sus butacas por primera vez visionando este espejo sobre el horror. Este es el registro sobre el conflicto interno que Arbeláez entrega, ilustrando muy bien en qué consiste esa atmósfera amenazante que proviene de una violencia aterradora que impondrá el desplazamiento. No puede esperarse otro final. Sólo hay dos alternativas: salir de la región o morir en ella.

El desasosiego se apodera de niños que son víctimas del conflicto armado. Los colores de la montaña describe un antes del desplazamiento. Pero también encontramos el testimonio del séptimo arte sobre las tragedias presentes en los niños que han salido de sus regiones, con sus sueños ya arrebatados. La guerrilla tiene una cuota de responsabilidad enorme. Son cuantiosos los casos de reclutamientos forzados de niños en las filas de los grupos insurgentes, así como los de muertes y lesiones de menores de edad en los campos minados. Películas como Pequeñas voces (Jairo Carrillo, 2011) y Alias María (José Luis Rugeles, 2015) muestran los efectos del daño causado en ese grupo vulnerable.

Pequeñas voces es un film animado que muestra las huellas del conflicto en los menores desplazados. Es “una historia contada por los niños que viven la guerra, dibujada por ellos […]” (Carrillo, 2011). Sus protagonistas son Margarita, Pepito, John y Juanito. Todos explican sus trágicas experiencias y qué los conduce a salir de una tierra en la que se sentían bien. Los niños terminan viviendo en una ciudad que no les gusta y en la que se siente bastante extraños.

Al niño se le prepara para matar. Se trata de una víctima obligada a consumar actos de victimario; el niño es presionado a que se convierta en un instrumento de terror. He aquí una de las manifestaciones más degradadas del conflicto interno en Colombia. En la película de Jairo Carrillo uno de los niños expresa que “cualquier hombre armado inspira terror”. Las tinieblas desplazan las ilusiones y lo único que queda es la desesperanza.

En Pequeñas voces los niños enseñan sobre la necesidad de terminar con una larga pesadilla. Son las voces de los niños las que interpelan, para igualmente decir “no más”. Ellos quieren soñar, jugar y retornar a los sitios de donde fueron desalojados; escucharlos es un paso obligado para que se abra paso a la reconciliación.

El reclutamiento infantil es igualmente abordado en Alias María. La película, rodada en la zona del Magdalena Medio, describe la tragedia de una niña de trece años que es reclutada en la guerrilla, involucrándose como una víctima más del conflicto armado. María se encuentra en embarazo y pasa por un momento difícil en el que debe resolver si tiene al bebé. Mientras define su dilema se le encomienda la tarea de llevar a un recién nacido hasta el sitio en el que se encuentra un comandante guerrillero de la zona.

El cine sobre el reclutamiento de menores pone en evidencia una de las facetas más brutales del conflicto interno en Colombia. El séptimo arte enseña sobre la injusticia de despojar a los niños de su inocencia, cubriendo la vida de estos por la crueldad. Hay un espejo que nos muestra cómo el ensueño infantil es suplido definitivamente por el terror. El cine, de esta manera, visibiliza unos actos atroces que, como lo confirman testimonios abundantes, no pueden considerarse como casos de vinculaciones realizadas por voluntad propia.

Conclusión

El cine sobre el conflicto armado en Colombia ha mostrado el horror. Encontramos un escenario que posibilita recordar y pensar. Los hedores de la violencia son bastante desagradables, pero tenemos que aceptar nuestras responsabilidades. El conflicto no puede asumirse como si fuera algo extraño para cada uno de nosotros. ¿En dónde hemos estado durante los distintos episodios de una tragedia que enluta al pueblo? ¿Por qué hemos sido tan indiferentes? “Visitar” el cine de los últimos quince años sobre el conflicto armado en Colombia es una oportunidad valiosa para evaluar la degradación y la miseria causadas por las distintas manifestaciones de la violencia, pero también es un momento para abrirle paso a la memoria.

El cine nos ilustra sobre todos los actores del conflicto armado (guerrilla, paramilitares y el Estado a través de varios agentes) y los crímenes cometidos (desplazamiento interno, secuestros, genocidios, reclutamientos indebidos, falsos positivos, etc.). Heridas profundas han sido mostradas en diferentes films. Habrá de emprenderse un embate en contra de sentencias o decretos que resultan imperdonables cuando se trata de memorar. También deberá desconfiarse del sinsentido proveniente de cualquier historia confeccionada por discursos de poder que pretenden hacer de la mentira una regla, para que no se generen los cambios requeridos en una sociedad decente.

El cine es una oportunidad única para desnudar nuestra vergüenza. Sin embargo, como sucede con todas las artes, no es tarea fácil representar algo que ha provocado tanto dolor como el conflicto colombiano. Resulta titánico el esfuerzo que emprende el artista para registrar en su memoria los silencios que produce el conflicto, los ruidos apocalípticos que en los múltiples combates se generan por parte de los actores armados implicados, los olores de putrefacción provenientes de la muerte que se esparce por todas partes.

No obstante, la pantalla se nos presenta como un espejo a través del cual resuena la miseria convertida en terror. Es inevitable que sentados en una butaca nos sintamos angustiados por nuestra indolencia. Asimismo, es posible que el cine aporte para que hagamos un esfuerzo por memorar sobre lo sucedido. Sin apostar por una absurda victimización se requiere de una memoria colectiva que permita que la sociedad civil se comprometa, para que la víctima se encuentre en ella.

A partir del cine es posible encontrar una herramienta efectiva de inserción en el ámbito de la acción, que contribuya a nuestro propio reconocimiento. Una vez la pantalla visibiliza se hace inevitable cuestionar por la insensibilidad que ha carcomido a una sociedad que no ha reconocido una Colombia invisible profundamente desgarrada. En estas condiciones hay que decir “no más”. Actuar, el paso siguiente, resulta ser mucho más complejo, en atención a los numerosos obstáculos provenientes de una dirigencia no comprometida y apoyada, en buena parte, por una sociedad civil indiferente. El cine, el de ficción y el documental, es una pieza invaluable para emprender ese camino alternativo de diagnóstico y de búsqueda de soluciones. Es bueno que se haga cine sobre el conflicto armado interno; los films son una herramienta invaluable de enseñanza para el reconocimiento histórico.

Se aplaude el esfuerzo hecho por directores, productores, realizadores y actores involucrados en el séptimo arte. Todos ellos realizan un testimonio valioso para que nuestros muertos sean por fin reconocidos. El cine es un material valioso para testificar sobre un conflicto endémico que ha degradado a los actores involucrados. También es una herramienta importante para concretar el reconocimiento requerido para superar los hilos de un poder, decrépito y anacrónico, que no ha contribuido en la solución del conflicto.

El arte permite reconstruir memoria, y el cine como manifestación artística lo hace. Se comprende lo afirmado por José Luis Rugeles, director de Alias María: “El cine debe aportar a que se construya la memoria del conflicto”. Hay toda una encrucijada en la que el séptimo arte sigue cobrando un protagonismo notorio. El cine es el gran espejo de nuestra cobardía. A partir de él, es posible establecer puentes, como el del mensaje contenido en Si esto es un hombre (¡Ecce Homo!). Con seguridad, el trabajo emprendido de manera juiciosa por numerosos directores ha permitido identificar distintos personajes que representan a esos seres degradados, referidos por Primo Levi.

¿Si esto es un hombre? ¿Qué sucedió con Porfirio, Alicia, Mañe, el silletero, Marina, Jairo, Ronald, Manuel, Juanito, John, María, entre otros? Las voces de todos estos personajes, y también sus “silencios”, continuarán retumbando en nuestros oídos. Estas víctimas son seres despojados de su humanidad, por cuenta de un conflicto absurdo que hizo de ellos unos espectros. Seguirán deambulando entre nosotros para que no olvidemos. Aún no sabemos a dónde van. “¿A dónde van?”, “¿A dónde van las huellas que atrás quedaron?”, “¿A dónde van las pisadas perseguidas por el dolor?”. Habrá que recordar, como lo enseñó con gran maestría Levi, sólo sobre esa base habrá perdón y reconciliación, lo que ya supone una inestimable apuesta ética.

Que la manifestación de un sobreviviente del holocausto siga interpelando en un país con una aterradora tendencia a la sin memoria. No vaya a suceder que por la inobservancia de la exhortación de Levi (2011), por no pensar en lo que ha sucedido, se siga la maldición anticipada por el inolvidable escritor: que nuestra casa se derrumbe, que la enfermedad nos imposibilite y que nuestros descendientes nos vuelvan el rostro, por no memorar que el horror se hizo presente y que la indiferencia impidió reconocerlo. No otro destino trágico puede esperarse en una sociedad en la que la víctima sobreviviente, convertida en una sombra, se siente tan muerta como todos aquellos a quienes su vida ha sido suprimida por el actuar de los violentos, como lo enseña una de las voces de La sombra del caminante. Nos referimos a las palabras de un desarraigado que, al compararse con los abatidos, expone: “al fin de cuentas lo que uno sabe es que están muertos, hermano, como yo”.