Cambios Changes

Yaniana Castro Rátiva 

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El primer recuerdo de infancia que tiene es el oscuro interior del armario de su habitación y la voz del papá al otro lado. “Para que deje tanta estupidez”. Tal vez por eso lo deja con las puertas abiertas, para que le entre toda la luz posible. Tal vez esa también sea la razón de que aún, a los doce años, continúe con su lámpara encendida para irse a la cama. “Manuel, ¿terminaste?”, la mamá lo llama desde el cuarto contiguo, el que “comparte” con el papá. “Ya casi”. Descuelga las chaquetas del armario y saca de los cajones todas las camisetas, medias, suéteres. Lo último son los zapatos. Tiene demasiados, no podrá llevárselos todos. Escoge los pares nuevos, los que se puso una o dos veces hasta que él le dijo que zapatos como esos no podían considerarse para hombres. De color azul claro, rosados, con estampas de rosas, corazones rotos, cada uno los guarda en una bolsa grande. “¿¡No has empacado nada más!?” La mamá se encuentra en la entrada de la habitación, el pelo desordenado y la camisa pegada al cuerpo. Una gota de sudor le cae por la cicatriz del labio, pequeña, delgada y pálida, casi invisible, a menos que se vea con mucha atención. Estaban en la sala, ella lo tenía rodeado con los brazos mientras él intentaba zafarse pataleando y dando manotazos. El papá aplastaba las flores que Manuel encontró para hacer un regalo. Esas cosas eran más que estúpidas, eran idiotas, de descerebrado. Pero él no quería entender y la mamá lo sujetaba con todas sus fuerzas. Hasta que la golpeó con el codo en la comisura del labio. Aun así, ella volvió a dormir con Manuel en la noche. Al parecer, el papá seguía enojado. “¡Apúrate!” La mamá entra con otra bolsa y empieza a embutir las chaquetas. En segundos, la ropa está empacada.

El taxista los ayuda a meter todo en el baúl, ropa tanto de él como de ella. Van a la casa de la abuela, una anciana muy arrugada, de cabello gris, quien le da todos los años libros de jardinería o botánica. Manuel va con frecuencia a visitarla, si no, ¿cómo podría leer los libros que le regala? El radio del taxi marca el mediodía, encuentran tráfico en varias calles. “¿Te sientes bien?” Si se refiere a lo físico, ambos están llenos de polvo, sudados, exhaustos. Si es a lo mental, tienen los nervios de punta, quieren llegar rápido donde la abuela. “Sí”. La mamá cruza los dedos encima del regazo, le tiemblan un poco. Manuel siempre ha visto a su madre temblar, sobre todo durante las comidas, y en especial durante la cena de la noche anterior cuando papá arrojó a la basura todo lo que tenía en el plato. “Inmundo”, fue lo que dijo antes de irse a dormir. Ella pasó la noche con Manuel, apretados en la cama, tomados de las manos. “Mañana nos iremos”. El taxi los deja en frente de una casa con paredes amarillas y antejardín. Cuarenta minutos de viaje. La abuela les ayuda a instalarse en sus cuartos, cada uno podrá dormir por separado. Al terminar, mamá y la abuela van a la sala para hablar, Manuel va al estudio para buscar sus libros, una biblioteca solo para él. Uno de sus amigos de colegio le prestó un álbum con ilustraciones de flores, llevaba un tiempo revisando el tipo de plantas que quería sembrar. Él y su mamá estaban en la sala con el libro. Y papá llegó. El álbum quedó sin páginas, desgarrado, hecho pedazos. Junto a Manuel, ella se encerró en el dormitorio mientras escuchaban como papá les gritaba desde el otro lado de la puerta “¿¡Quién le dio esa porquería!?” En la cocina llena una regadera con agua y oye el llanto de la mamá desde la sala. El antejardín tiene cartuchos, un rosal, hibiscos y cintas plantadas por él. Las riega y humedece con una mano los pétalos y hojas, mira que la tierra quede mojada. Corta unas flores para el florero de la sala.

El nuevo dormitorio queda al lado de la calle, se escucha el sonido de uno que otro carro, los pasos de las personas. A Manuel lo despierta el ruido de una piedra que destroza el vidrio de la habitación. En medio de la oscuridad oye los gritos del papá. Al levantarse, sacude las sandalias al lado de la cama, luego busca la puerta. Se dirige a la entrada de la casa, encuentra la mamá y la abuela sentadas en un sofá. El papá quiere tumbar la puerta principal a patadas. “Mamá. Llama a la policía”, dice Manuel con un hilo de voz. Ella apenas logra reaccionar, la abuela tiene un brazo rodeándole los hombros. “Manuelito, mejor yo lo hago, pero ven y acércate a tu mamá”. Intercambian posiciones y Manuel siente el peso de la cabeza de ella en el pecho. Cierra los ojos para saber si puede dormirse en esa posición y olvidar el frenesí al otro lado de la puerta. Cuando los policías llegan, él no se encuentra en los alrededores. Esa noche duerme de nuevo con mamá.